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Fuga y delirio
Un hombre como aquél, dotado de una fuerza tan prodigiosa, de una energía tan
extraordinaria y de un valor tan grande, no podía morir.
En efecto, mientras el piróscafo proseguía su curso, transportado por los últimos
impulsos de las ruedas, el pirata, de un vigoroso impulso, volvía a subir a la superficie y se
retiraba hacia alta mar, para no ser cortado en dos por el espolón del enemigo o alcanzado por
algún tiro de fusil.
Conteniendo los gemidos que le arrancaba la herida y reprimiendo la rabia que lo
devoraba, se encogió, manteniéndose casi completamente sumergido, en espera del momento
oportuno para ganar las costas de la isla.
El barco de guerra daba entonces una bordada a menos de trescientos metros. Avanzó
hacia el lugar donde se había hundido el pirata, con la esperanza de despedazarlo bajo las
ruedas, y luego volvió a virar.
Se detuvo un momento, como si quisiera escudriñar aquel espacio de mar agitado por
él; luego reemprendió la marcha, cortando en todas las direcciones aquella porción de agua,
mientras los marinos, descolgándose en la red para delfines o colocándose en las bancadas,
proyectaban por doquier la luz de algunos faroles.
Cuando se convencieron de la inutilidad de búsqueda, por fin se alejaron en dirección
a Labt
El Tigre emitió entonces un grito de furor.
¡Vete, buque maldito! -exclamó-. ¡Vete, pero llegará el día en que te demostraré cuán
terrible es mi venganza!
Se puso la faja sobre la sangrante herida, para detener la hemorragia, que podía
matarlo, y luego, haciendo acopio de fuerzas, se puso a nadar, buscando las playas de la isla.
Veinte veces todavía se detuvo aquel hombre formidable para mirar el barco de guerra
que apenas si podía distinguir, y para lanzarle una terrible amenaza. A veces el pirata, quizá
mortalmente herido, quizá demasiado lejos aún de las costas de la isla, incluso se ponía a
perseguir al barco que le había hecho morder el polvo, y lo desafiaba con alaridos que ya ni
humanos parecían.
Finalmente venció la razón, y Sandokán reemprendió el fatigoso ejercicio,
escudriñando las tinieblas que le ocultaban la costa de Labuán.
Nadó así durante mucho tiempo, parándose de cuando en cuando para recuperar
fuerzas y desembarazarse de los vestidos que le impedían los movimientos; luego empezó a
notar que sus fuerzas disminuían rápidamente.
Se le entumecían los miembros, la respiración se le iba haciendo cada vez más difícil
y, para colmo de desgracias, la herida seguía sangrando, produciéndole dolores agudos al
contacto con el agua salada.
Se encogió sobre sí mismo y se dejó transportar por la marea, agitando débilmente los
brazos. De esta forma intentaba descansar para recobrar el aliento.
Al poco rato emitió un golpe. Algo le había tocado. ¿Había sido quizá un tiburón?
Ante tal idea, a pesar de tener el coraje de un león, sintió que se le ponía la carne de gallina.
Alargó instintivamente la mano y agarró un objeto escabroso que parecía flotar en la
superficie del agua escabroso que parecía flotar en la superficie del agua.
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