erguido, cayó entre las hierbas, quedando inmóvil. No volvió en sí hasta pasadas muchas
horas, cuando ya el sol, después de haber tocado su cenit, bajaba por occidente.
Una ardiente sed lo devoraba, y la herida, otra vez calenturienta, le producía agudos
dolores insoportables.
Intentó incorporarse para arrastrarse hasta el riachuelo, pero enseguida volvió a caer.
Entonces aquel hombre, que quería ser tan fuerte como la fiera cuyo nombre llevaba, con un
esfuerzo sobrehumano se puso de rodillas, gritando casi en tono de desafío:
-¡Yo soy el Tigre!... ¡A mí, mis fuerzas!...
Agarrándose al tronco del árbol, se puso de pie y, manteniéndose erguido por un
prodigio de equilibrio y energía, se encaminó hasta la pequeña corriente de agua, en cuya
orilla volvió a caer.
Apagó la sed, bañó nuevamente la herida, luego tomó su cabeza entre las manos y
miró fijamente el mar, que venía a romperse a pocos pasos, borbollando sordamente.
-¡Ah! -exclamó, rechinando los dientes-. ¿Quién hubiera dicho que un día los
leopardos de Labuán vencerían a los tigres de Mompracem? ¿Quién hubiera dicho que yo, el
invencible Tigre de Malasia, acabaría aquí, derrotado y herido? ¿Y cuándo llegará la
venganza...? ¡La venganza...! ¡Todos mis praos, mis islas, mis hombres y mis tesoros, con tal
de destruir a los odiados hombres blancos que me disputan este mar! ¿Qué importa que hoy
me hayan hecho morder el polvo, cuando dentro de un mes o dos volveré aquí con mis barcos
y lanzaré sobre estas playas mis formidables bandas sedientas de sangre? ¿Qué importa que
hoy el leopardo inglés esté orgulloso de su victoria? ¡Será él entonces el que caerá moribundo
bajo mis pies! ¡También entonces todos los ingleses de Labuán, porque mostraré a la luz de
los incendios mi sangrienta bandera!
Hablando de este modo, el pirata se había levantado de nuevo con los ojos llameantes,
agitando amenazadoramente la mano derecha, como si blandiera todavía la terrible cimitarra,
bramando tremebundo de cólera.
Aun herido, seguía siendo el indomable Tigre de Malasia.
-Paciencia, por ahora, Sandokán -prosiguió, volviendo a caer entre las hierbas y los
retoños-. Me curaré, tendré que vivir un mes, dos, tres en esta selva, y alimentarme de ostras y
frutas; pero, cuando haya recuperado las fuerzas, volveré a Mompracem, aunque tenga que
construirme una barca o asaltar una canoa y conquistarla a golpes de kriss.
Se quedó varias horas tendido bajo las largas hojas de la areca, mirando sobriamente
las olas que venían a morir casi a sus pies entre miles de murmullos. Parecía estar buscando
bajo aquellas aguas los cascos destro zados de sus dos barcos hundidos en aquellos parajes, o
los cadáveres de sus desgraciados compañeros.
Entretanto, una fiebre fortísima lo atacaba, mientras sentía oleadas de sangre que se le
agolpaban en el cerebro. La herida le producía espasmos continuos; pero ningún lamento salía
de los labios de aquel hombre formidable.
A las ocho, el sol se precipitó en el horizonte, y después de un brevísimo crepúsculo
las tinieblas se cernieron sobre el mar e invadieron la selva.
Aquella oscuridad produjo una inexplicable impresión en el alma de Sandokán. ¡Tuvo
miedo de la noche, él, el fiero pirata que nunca había tenido miedo a la muerte y que había
afrontado con valor desesperado los peligros de la guerra y los furores de las olas!
-¡Las tinieblas! -exclamó, arañando la tierra con las uñas-. ¡No quiero que caiga la
noche!... ¡No quiero morir!...
Se comprimió con ambas manos la herida y luego se levantó de un salto. Miró al mar,
que ya se había vuelto negro como si fuera de tinta; miró bajo los árboles, examinando sus
tupidas sombras; luego, quizá asaltado de improviso por el delirio, se puso a correr como un
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