de hierro y fuertemente armada. El resultado final, a pesar del valor desesperado de los tigres
de Mompracem, no podía ser difícil de adivinar.
No obstante, los piratas no se desanimaban y quemaban las cargas con admirable
rapidez, intentando exterminar a los artilleros de cubierta y derribar a los marinos de las
jarcias, disparando furiosamente sobre el casco, sobre el castillo de proa y sobre las cofas.
Sin embargo, dos minutos más tarde, su barco, aplastado por los disparos de la
artillería enemiga, no era más que un montón de escombros.
Los palos habían caído, las amuras habían sido desfondadas, y ni siquiera las
barricadas de troncos de árbol ofrecían protección alguna ante aquella tempestad de
proyectiles.
El agua entraba ya por los numerosos agujeros, inundando la bodega.
A pesar de ello, nadie hablaba de rendirse. Todos querían morir, pero arriba, sobre el
puente enemigo.
Las descargas, entretanto, se hacían cada vez más tremendas. El cañón de Sabau
estaba desmontado, y media tripulación yacía sobre cubierta, destrozada o acribillada por la
metralla.
Sandokán comprendió que había sonado la última hora para los tigres de Mompracem.
La derrota era completa. No había ninguna posibilidad de hacer frente a aquel gigante,
que vomitaba nubes de proyectiles sin interrupción. No quedaba más alternativa que intentar
el abordaje, una locura, ya que ni sobre el puente del crucero la victoria podía ser de aquellos
valientes.
No quedaban en pie más que doce hombres, pero eran doce tigres, guiados por un jefe
cuyo valor era increíble.
-¡A mí, mis valientes! -les gritó.
Los doce piratas, con los ojos extraviados, espumantes de rabia, con los puños
cerrados como tenazas sobre las armas, escudándose en los cadáveres de sus compañeros, se
pusieron a su alrededor.
El buque navegaba a toda marcha hacia el prao, para hundirlo con el espolón; pero
Sandokán, en cuanto lo vio a pocos metros, con un movimiento de timón evitó el choque, y
lanzó su barco contra el costado de babor del enemigo.
El choque fue violentísimo. El barco corsario se hundió hacia estribor, embarcando
agua y arrojando muertos y heridos al mar.
-¡Lanzad los garfios! -tronó Sandokán.
Dos garfios de abordaje se engancharon en los flechaste del crucero.
Entonces los trece piratas, locos de furor, sedientos de venganza, se lanzaron como un
solo hombre al abordaje.
Ayudándose con manos y pies, agarrándose a las gúmenas y cuerdas que colgaban de
las baterías, treparon por los tambores de las ruedas, alcanzaron las amuras y se precipitaron
sobre el puente del crucero, antes de que los ingleses, asombrados de tanta audacia, hubieran
pensado rechazarlos.
Con el Tigre de Malasia a la cabeza, se arrojaron contra los artilleros, matándolos al
pie de sus propios cañones; destrozaron a los fusileros que habían acudido a cortarles el paso,
y luego, blandiendo la cimitarra a diestra y siniestra, se dirigieron a popa.
A los gritos de los oficiales, se habían reunido allí enseguida los hombres de la batería.
Eran sesenta o setenta, pero los piratas no se pararon a contarlos, y se lanzaron furiosamente
sobre las puntas de las bayonetas, empeñados en una lucha titánica.
Golpeando desesperadamente, tronchando brazos y abriendo cabezas, gritando para
causar mayor terror, cayendo y volviendo a levantarse, ora retrocediendo, ora avanzando,
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