Test Drive | Page 23

de hierro y fuertemente armada. El resultado final, a pesar del valor desesperado de los tigres de Mompracem, no podía ser difícil de adivinar. No obstante, los piratas no se desanimaban y quemaban las cargas con admirable rapidez, intentando exterminar a los artilleros de cubierta y derribar a los marinos de las jarcias, disparando furiosamente sobre el casco, sobre el castillo de proa y sobre las cofas. Sin embargo, dos minutos más tarde, su barco, aplastado por los disparos de la artillería enemiga, no era más que un montón de escombros. Los palos habían caído, las amuras habían sido desfondadas, y ni siquiera las barricadas de troncos de árbol ofrecían protección alguna ante aquella tempestad de proyectiles. El agua entraba ya por los numerosos agujeros, inundando la bodega. A pesar de ello, nadie hablaba de rendirse. Todos querían morir, pero arriba, sobre el puente enemigo. Las descargas, entretanto, se hacían cada vez más tremendas. El cañón de Sabau estaba desmontado, y media tripulación yacía sobre cubierta, destrozada o acribillada por la metralla. Sandokán comprendió que había sonado la última hora para los tigres de Mompracem. La derrota era completa. No había ninguna posibilidad de hacer frente a aquel gigante, que vomitaba nubes de proyectiles sin interrupción. No quedaba más alternativa que intentar el abordaje, una locura, ya que ni sobre el puente del crucero la victoria podía ser de aquellos valientes. No quedaban en pie más que doce hombres, pero eran doce tigres, guiados por un jefe cuyo valor era increíble. -¡A mí, mis valientes! -les gritó. Los doce piratas, con los ojos extraviados, espumantes de rabia, con los puños cerrados como tenazas sobre las armas, escudándose en los cadáveres de sus compañeros, se pusieron a su alrededor. El buque navegaba a toda marcha hacia el prao, para hundirlo con el espolón; pero Sandokán, en cuanto lo vio a pocos metros, con un movimiento de timón evitó el choque, y lanzó su barco contra el costado de babor del enemigo. El choque fue violentísimo. El barco corsario se hundió hacia estribor, embarcando agua y arrojando muertos y heridos al mar. -¡Lanzad los garfios! -tronó Sandokán. Dos garfios de abordaje se engancharon en los flechaste del crucero. Entonces los trece piratas, locos de furor, sedientos de venganza, se lanzaron como un solo hombre al abordaje. Ayudándose con manos y pies, agarrándose a las gúmenas y cuerdas que colgaban de las baterías, treparon por los tambores de las ruedas, alcanzaron las amuras y se precipitaron sobre el puente del crucero, antes de que los ingleses, asombrados de tanta audacia, hubieran pensado rechazarlos. Con el Tigre de Malasia a la cabeza, se arrojaron contra los artilleros, matándolos al pie de sus propios cañones; destrozaron a los fusileros que habían acudido a cortarles el paso, y luego, blandiendo la cimitarra a diestra y siniestra, se dirigieron a popa. A los gritos de los oficiales, se habían reunido allí enseguida los hombres de la batería. Eran sesenta o setenta, pero los piratas no se pararon a contarlos, y se lanzaron furiosamente sobre las puntas de las bayonetas, empeñados en una lucha titánica. Golpeando desesperadamente, tronchando brazos y abriendo cabezas, gritando para causar mayor terror, cayendo y volviendo a levantarse, ora retrocediendo, ora avanzando, Página 23