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precipitaban al cañón y a las dos espingardas. Todos estaban dispuestos a emprender la lucha definitiva. Tras aquel primer grito, sucedió un breve silencio a bordo del crucero; pero luego la misma voz, que el viento llevaba con claridad hasta el prao, repitió: -¡A las armas! ¡A las armas! ¡Los piratas huyen! Poco después, se oyó el redoblar de un tambor sobre el puente de la nave inglesa. Estaban llamando a los hombres a sus puestos de combate. Los piratas, apoyados en las amuradas o amontonados detrás de las barricadas formadas con troncos de árbol, no respiraban, pero sus facciones, volviéndose feroces, traicionaban su estado de ánimo. Sus dedos oprimían las armas, impacientes por apretar los gatillos de sus formidables carabinas. El tambor seguía redoblando sobre el puente del barco enemigo. Se oía rechinar las cadenas de las anclas al pasar por sus guías, y los golpes secos del cabrestante22 El buque se preparaba para desatracar y poder atacar al pequeño navío corsario. -¡A tu cañón, Sabau! -ordenó el Tigre de Malasia-. ¡Ocho hombres a las espingardas! Apenas había dado aquella orden, cuando una llama brilló en la popa del crucero, sobre el castillo, iluminando bruscamente el trinquete y el bauprés. Retumbó una aguda detonación, acompañada seguidamente del ruido metálico del proyectil silbando a través de los estratos del aire. El proyectil cortó la extremidad del palo mayor y se perdió en el mar, levantando una gran masa de espuma. Un alarido de furor se oyó a bordo del barco corsario. Ahora había que aceptar B