-Pasaremos rozando la playa, para confundirnos mejor con la masa de los árboles, y
después enfilaremos el mar abierto.
El viento era débil y el mar estaba tranquilo como si fuera de aceite.
Sandokán mandó que se desplegara una vela más, en el palo mayor; después puso
rumbo al sur, siguiendo las sinuosidades de la costa.
Como la playa estaba cubierta de grandes árboles, los cuales proyectaban sobre las
aguas su tupida sombra, había pocas probabilidades de que el pequeño barco corsario pudiera
ser descubierto.
Sandokán, siempre al timón, no perdía de vista al formidable adversario, que de un
momento a otro podía despertarse repentinamente y cubrir el mar y la costa de huracanes de
hierro y plomo.
Se disponía a engañarlo; pero en el fondo de su alma, aquel hombre soberbio se
lamentaba de tener que dejar aquellos parajes sin tomarse la revancha. Habría deseado
encontrarse ya en Mompracem, pero también habría deseado otra tremenda batalla. Él, el
formidable Tigre de Malasia, el invencible jefe de los piratas de Mompracem, casi se
avergonzaba de andar así, a escondidas, como un ladrón nocturno. Esta sola idea le hacía hervir la sangre y hacía que sus ojos llamearan con una cólera
tremenda. ¡Oh! ¡Cómo habría saludado un cañonazo, aunque fuera la señal de una nueva y
más desastrosa derrota!
El prao se había alejado ya unos quinientos o seiscientos pasos de la bahía y se
preparaba para salir a mar abierto, cuando a popa, sobre la estela, apareció un extraño
resplandor. Parecía como si miríadas de pequeñas llamas salieran de las profundidades
tenebrosas del mar.
-Nos estamos traicionando -dijo Sabau.
-Mucho mejor -contestó Sandokán con una sonrisa feroz-. No, esta retirada no era
digna de mí.
-Es verdad, capitán -contestó el malayo-. Mejor
, morir con las armas en la mano
que huir como cobardes.
El mar continuaba volviéndose fosforescente. Delante de la proa y detrás de la popa
del velero, los puntos luminosos se multiplicaban y la estela se hacía cada vez más luminosa.
Parecía que el prao dejaba atrás un surco de alquitrán ardiendo, o de azufre líquido.
Aquel rastro que brillaba vivamente en la oscuridad que los rodeaba no podía pasar
inadvertido a los hombres que estaban de guardia en el crucero. De un momento a otro, el
cañón podía tronar de improviso.
También los piratas, tendidos sobre cubierta, se habían percatado de aquella
fosforescencia, pero ninguno había hecho ningún gesto, ni había pronunciado una sola palabra
que pudiera traicionar cualquier aprensión. Tampoco ellos podían resignarse a huir sin haber
disparado un solo tiro de fusil. Una granizada de metralla habría sido saludada con un alarido
de alegría.
Habían transcurrido apenas dos o tres minutos, cuando Sandokán, que tenía siempre
los ojos fijos en el crucero, vio encenderse las luces de posición.
-¿Se han dado cuenta de nuestra presencia? -se preguntó.
-Eso creo, capitán -contestó Sabau.
-¡Mira!
-Sí, veo que salen más chispas de la chimenea. Están alimentando las calderas.
En un instante Sandokán se puso de pie empuñando la cimitarra.
-¡A las armas! -gritaron a bordo del barco de guerra.
Los piratas se habían levantado apresuradamente, mientras
los
artilleros
se
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