mano.
En aquel instante unos alaridos terribles estallaron en el puente.
-¡Sangre!... ¡Sangre!... ¡Viva el Tigre de Malasia!...
Siguieron tiros de fusil y de pistola, luego gritos indescriptibles, blasfemias,
invocaciones, gemidos, lamentos, un furioso chocar de hierros, ruido de pasos, corridas y el
sordo rumor de los cuerpos que caían.
-¡Yáñez! -gritó Marianna, que se había puesto pálida como una muerta.
-¡Ánimo, truenos de Dios! -vociferó el portugués-. ¡Viva el Tigre de Malasia!...
Se oyeron pasos precipitados que bajaban la escalera y algunas voces que llamaban:
-¡Capitán!... ¡Capitán!...
Yáñez se apoyó contra la barricada, mientras Marianna hacía lo mismo.
-¡Por mil escotillas!... ¡Abrid, capitán! -gritó una voz.
-¡Viva el Tigre de Malasia! -tronó Yáñez.
Fuera se oyeron imprecaciones y gritos de furor, y luego un golpe violento sacudió la
puerta. -¡Yáñez! -exclamó la joven.
-No temáis -respondió el portugués.
Otros tres golpes desquiciaron la puerta y de un hachazo abrieron una gran hendidura.
Introdujeron el cañón de un fusil, pero Yáñez, rápido como un relámpago, lo levantó y
disparó la pistola a través de la abertura.
Se oyó caer un cuerpo a tierra pesadamente, mientras los otros volvían a subir a toda
prisa la escalera, gritando:
-¡Traición!... ¡Traición!...
La lucha continuaba en el puente del buque y los gritos se oían ahora más fuertes que
nunca, mezclados con tiros de fusil y de pistola. De cuando en cuando, en medio de toda
aquella batahola, se oía la voz del Tigre de Malasia, que lanzaba sus bandas al asalto.
Marianna había caído de rodillas y Yáñez, furioso por saber cómo iban las cosas fuera,
se afanaba por remover los muebles apilados.
De improviso se oyeron algunas voces que gritaban:
-¡Fuego!... ¡Sálvese quien pueda!
El portugués palideció.
-¡Truenos de Dios! -exclamó.
Con un esfuerzo desesperado derribó la barricada, cortó de un cimitarrazo las
ligaduras que sujetaban al pobre comandante, aferró a Marianna entre los brazos y salió
corriendo.
Densas nubes de humo habían invadido ya el pasadizo y en el fondo se veían las
llamas irrumpiendo en los camarotes de los oficiales.
Yáñez subió a cubierta con la cimitarra entre los dientes.
La batalla estaba a punto de terminar. El Tigre de Malasia atacaba entonces
furiosamente el castillo de proa, en el que se habían atrincherado treinta o cuarenta ingleses.
-¡Fuego! -gritó Yáñez.
Al oír aquel grito, los ingleses, que ya se veían perdidos, se arrojaron sin pensárselo
dos veces al mar. Sandokán se volvió hacia Yáñez, derribando con ímpetu irresistible a los
hombres que lo rodeaban.
-¡Marianna! -exclamó, tomando entre sus brazos a la joven-. ¡Mía!... ¡Al in... mía!...
-¡Sí, tuya, y esta vez para siempre!
En el mismo instante se oyó retumbar en el mar un cañonazo.
Sandokán lanzó un verdadero rugido:
-¡Lord Guillonk!... ¡Todos a bordo de los praos!
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