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piróscafo con ojos crueles. Dirigió luego una mirada a popa y sus ojos se encontraron con los llameantes de Sandokán, el cual se mantenía oculto bajo una tela echada encima de la escotilla. En menos de lo que tarda en decirse, el bravo portugués se encontró en el puente del vapor. Se sintió invadido por un vivo temor, pero su rostro no traicionó la turbación de su alma. -Capitán -dijo, inclinándose con desenvoltura-. Tengo que entregar una carta a lady Marianna Guillonk. -¿De dónde venís? -De Labuán. -¿Qué hace lord Guillonk? -Está aparejando un buque para venir a reunirse con vos. -¿No os ha dado ninguna carta para mí? -Ninguna, comandante. -¡Qué raro! Dadme la carta y se la entregaré ahora mismo a lady Marianna. -Lo siento, comandante, pero tengo que entregársela yo -respondió Yáñez audazmente. -Seguidme, entonces. Yáñez sintió que la sangre se le helaba en las venas. Si Marianna hace un gesto, estoy perdido, pensó. Echó una mirada a popa y vio encaramados a los palos del prao diez o doce piratas y otros tantos apiñados sobre la pasarela. Parecían estar a punto de abalanzarse sobre los marineros ingleses, pues los observaban con curiosidad. Siguió al capitán y bajaron juntos la escalera que conducía a popa. El pobre portugués sintió que se le erizaban los cabellos cuando oyó al capitán llamar a una puerta y a lady Marianna responder: Adelante. -Un mensaje de vuestro tío lord James Guillonk -dijo el capitán al entrar. Marianna estaba de pie en medio del camarote, pálida, pero altiva. Al ver a Yáñez no pudo reprimir un sobresalto, pero no dejó escapar un grito. Lo había comprendido todo. Recibida la carta, la abrió maquinalmente y la leyó con una calma admirable. De pronto Yáñez, que se había puesto pálido como un muerto, se acercó a la ventana de babor, exclamando: -Capitán, veo un piróscafo que se dirige hacia aquí. El comandante se precipitó hacia la ventana para cerciorarse con sus propios ojos. Rápido como un relámpago, Yáñez se le echó encima y le golpeó furiosamente el cráneo con la empuñadura del kriss. El infeliz cayó al suelo medio descalabrado, sin dejar escapar un suspiro. Lady Marianna no pudo reprimir un grito de horror. -Silencio, hermanita mía -dijo Yáñez, mientras amordazaba y ataba al desgraciado comandante-. Si lo he matado, que Dios me perdone. -¿Dónde está Sandokán? -Está dispuesto a comenzar la batalla. Ayudadme a atrincherarnos, hermanita. Tomó un