crucero, fingiéndome mandado por lord James. -Magnífico.
-Diré al comandante que tengo que entregar una carta a lady Marianna y, apenas me
encuentre con ella en su camarote, me atrincheraré con ella. Al primer silbido mío, os lanzáis
contra el barco y comenzáis la lucha.
-¡Ah, Yáñez! -exclamó Sandokán, estrechándolo contra su pecho-. ¡Cuánto te deberé,
si lo logras!
-Lo conseguiré, Sandokán, siempre que lleguemos antes que lord Guillonk.
En aquel instante se oyó gritar desde el puente: -¡Las Tres Islas!
Sandokán y Yáñez se apresuraron a subir a cubierta.
Las islas señaladas aparecían a siete u ocho millas. Todos los ojos de los piratas
examinaron aquel montón de acantilados, buscando ávidamente el crucero.
-Ahí está -exclamó un dayako-. Allá veo el humo.
-Sí -confirmó Sandokán, cuyos ojos parecieron incendiarse-. Allá se ve un penacho
negro que se alza detrás de aquel arrecife. ¡El crucero está allí!
Procedamos con orden y preparémonos para el ataque -dijo Yáñez-. Paranoa, que
embarquen otros cuarenta hombres en nuestro prao.
El trasbordo se realizó con presteza y la tripulación, de unos setenta hombres
aproximadamente, se reunió en torno a Sandokán, que hizo señas de querer hablar.
-Cachorros de Mompracem -dijo con aquel tono de voz que fascinaba e infundía a
aquellos hombres un valor sobrehumano-: la partida que vamos a jugarnos será terrible,
porque tendremos que luchar contra una tripulación más numerosa y aguerrida que la nuestra;
pero recordad que ésta será la última batalla que combatiréis bajo el Tigre de Malasia y será la
última vez que os encontraréis frente a los que destruyeron nuestro poderío y violaron nuestra
isla, nuestra patria adoptiva. Cuando yo dé la señal, irrumpid con el antiguo valor de los tigres
de Mompracem sobre el puente del barco: ¡yo lo quiero así!
-Los exterminaremos a todos -exclamaron los piratas, agitando frenéticamente las
armas-. Ordenad, Tigre.
-Ahí, en ese maldito barco que vamos a atacar, está la reina de Mompracem. ¡Quiero
que vuelva a ser mía, que vuelva a ser libre!
-La salvaremos o moriremos todos.
-Gracias, amigos; ahora a vuestros puestos de combate, y desplegad en los palos las
banderas del sultán.
Izaron los estandartes, y los tres praos se dirigieron hacia la primera isla y más
exactamente hacia una pequeña bahía, en cuyo fondo se veía confusamente una masa negra
rematada por un penacho de humo.
-Yáñez -dijo Sandokán-, prepárate; dentro de una hora estaremos en la bahía.
-Esto se hace en un momento -respondió el portugués, y desapareció bajo el puente.
Los praos continuaban avanzando con las velas tercerolas y la gran bandera del sultán
de Varauni en la cima del palo mayor. Los cañones estaban preparados, las espingardas
también y los piratas tenían las armas a mano, dispuestos a lanzarse al abordaje.
Sandokán espiaba atentamente desde proa al crucero, que se hacía más visible a cada
minuto y que parecía estar anclado, a pesar de que aún tuviera encendida la máquina. Se diría
que el formidable pirata, con la potencia de su mirada, intentaba descubrir a su adorada
Marianna.
Profundos suspiros se le desbordaban de cuando en cuando de su amp lio
pecho, su frente se oscurecía y sus manos atormentaban impacientemente la empuñadura de
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