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La última batalla del Tigre
Cambiado el rumbo, los piratas pusieron febrilmente manos a la obra, para prepararse
a la batalla, que sería sin duda tremenda y quizá la última que sostendrían contra el aborrecido
enemigo.
Cargaban los cañones, montaban las espingardas, abrían los barriles de pólvora,
amontonaban a proa y a popa enorme cantidad de balas y de granadas, cortaban las jarcias
inútiles y reforzaban las más necesarias, improvisaban barricadas y preparaban los garfios de
abordaje. Llevaron a cubierta hasta los recipientes de bebidas alcohólicas para derramarlos
sobre el puente del barco enemigo e incendiarlo. Sandokán los animaba a todos con el gesto y
con la voz, prometiéndoles echar a pique aquel buque que lo había tenido encadenado, le
había destruido a los más valientes campeones de la piratería y le había arrebatado a su
prometida.
-¡Sí, destruiré a ese maldito, lo incendiaré! -exclamaba-. Quiera Dios que llegue a
tiempo para impedir que lord Guillonk me la arrebate.
Atacaremos incluso al lord, si es necesario -dijo Yáñez-. ¿Quién podrá resistir el
ataque de ciento veinte tigres de Mompracem?
-¿Y si llegásemos demasiado tarde y el lord hubiera partido ya para Sarawak a bordo
de un barco rápido?
-Lo alcanzaremos en la ciudad de James Brooke. Más me preocupa el modo de
apoderarnos del crucero, que a estas horas ya debe de estar anclado en las Tres Islas. Habría
que sorprenderlo, pero... ¡Ah, qué desmemoriados somos!...
-¿Qué quieres decir?
-Sandokán, ¿recuerdas lo que intentó hacer lord James, cuando lo atacamos en el
sendero de Victoria?
-Sí -murmuró Sandokán, que sintió que se le erizaban los cabellos en la cabeza-. ¡Gran
Dios!... ¿Y tú crees que el comandante...?
-Puede haber recibido la orden de matar a Marianna antes que dejarla caer de nuevo en
nuestras manos.
-¡No es posible!... ¡No es posible!...
-Y yo te digo que temo por tu prometida.
-¿Y entonces? -preguntó Sandokán con un hilo de voz.
Yáñez no respondió; parecía absorto en profundos pensamientos.
De pronto, se dio un golpe en la frente con violencia, exclamando:
-¡Ya está!...
-Habla, hermano, explícate. Si tienes un plan, échalo fuera.
-Para impedir que pueda suceder una catástrofe, sería necesario que uno de nosotros,
en el momento del ataque, estuviera cerca de Marianna para defenderla.
-Es cierto, pero ¿de qué modo?
-He aquí el plan. Tú sabes que en la escuadra que nos atacó en Mompracem había
praos del sultán de Borneo.
-No lo he olvidado.
-Yo me disfrazaré de oficial del sultán, enarbolaré la bandera de Varauni y abordaré el
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