levantadas por las ruedas los bamboleaban a derecha e izquierda lanzándolos unas veces hacia
arriba y otras precipitándolos en los torbellinos.
-Capitán, en guardia -gritó el dayako-. Tenemos una cornudilla en nuestras aguas.
¿Habéis oído a ese marinero?
-Sí -respondió Sandokán-. Prepara el puñal. -¿Seremos atacados?
-Eso me temo, mi pobre Juioko. Esos monstruos ven mal, pero tienen un olfato
increíble. El maldito no habrá seguido a la nave, te lo aseguro.
-Tengo miedo, capitán -dijo el dayako, que se agitaba entre las olas como el diablo en
la pila del agua bendita.
-Estáte tranquilo. Hasta ahora no la veo. -Puede atacarnos bajo el agua.
-Entonces la sentiremos llegar.
-¿Y los salvavidas?
-Están delante de nosotros. Dos brazadas más y los alcanzaremos.
-No me atrevo ni a moverme, capitán.
El pobre hombre estaba poseído de un espanto tal, que sus miembros se negaban casi a
moverse.
Juioko, no pierdas la cabeza -le aconsejó Sandokán-. Si te preocupa salvar las piernas,
no puedes quedarte ahí, medio atontado. Agárrate a tu salvavidas y saca el puñal.
El dayako, reponiéndose un poco, obedeció y alcanzó su anillo de goma, que se
balanceaba justamente en medio de la espuma de la estela.
-Ahora vamos a ver dónde está ese pez martillo -dijo Sandokán-. Quizá podamos
escapar de él.
Por tercera vez se apoyó en Juioko y se lanzó fuera del agua, echando a su alrededor
una rápida mirada.
Allá, en medio de la cándida espuma, descubrió una especie de gigantesco martillo
que surgió de improviso entre las aguas.
-En guardia -dijo a Juioko-. No está a más de cincuenta o sesenta metros de nosotros.
-¿No ha seguido a la nave? -preguntó el dayako, castañeteándole los dientes.
-Ha percibido el olor de la carne humana -respondió Sandokán.
¿Vendrá a buscarnos?
-Dentro de poco lo sabremos. No te muevas y no abandones el puñal.
Se aproximaron el uno al otro y se quedaron inmóviles, esperando con ansiedad el
final de aquella peligrosa aventura.
Las cornudillas, llamadas también peces martillo y también balance fish, es decir, pez
balanza, son peligrosísimos adversarios. Pertenecen a la especie de los tiburones, pero su
aspecto es muy distinto, pues tienen la cabeza en forma de martillo. No obstante, su boca no
cede a la de sus congéneres ni por la amplitud, ni por la fortaleza de sus dientes. Son muy
audaces, sienten una gran pasión por la carne humana y, cuando se dan cuenta de la presencia
de un nadador, no dudan en atacarlo y cortarlo en dos. Sin embargo, también les resulta más
difícil aferrar la presa, porque tienen la boca casi al principio del vientre, de modo que se ven
obligados a deslizarse sobre el dorso para poder morder.
Sandokán y el dayako, permanecieron inmóviles algunos minutos, escuchando
atentamente, y luego, al no oír nada, comenzaron a realizar una prudente retirada.
Habían recorrido ya cincuenta o sesenta metros, cuando de improviso vieron aparecer
a corta distancia la repugnante cabeza de la cornudilla.
El monstruo lanzó sobre los dos nadadores una fea mirada con reflejos amarillentos, y
luego dio un ronco suspiro que parecía como un lejanísimo trueno.
Se mantuvo inmóvil unos instantes, dejándose