Test Drive | Page 173

-Están muertos -dijo-. Ha sucedido lo que temía. El médico los examinó, pero no pudo hacer otra cosa que constatar la muerte de los prisioneros. Mientras los marineros los levantaban, el teniente volvió a subir a cubierta y se acercó a Marianna, que seguía apoyada en la amura de babor, haciendo esfuerzos sobrehumanos para sofocar el dolor que la oprimía. -Milady -le dijo-. Al Tigre de Malasia y a su compañero les ha sucedido una desgracia. -La adivino... Están muertos. -Así es, milady. -Señor -dijo ella, con voz rota, pero enérgica-. Vivos, os pertenecían a vos; muertos, me pertenecen a mí. -Os doy libertad para que hagáis con ellos lo que más os guste, pero quiero daros un consejo. -¿Cuál? -Hacedlos arrojar al mar antes de que el crucero llegue a Labuán. Vuestro tío podría ahorcar a Sandokán incluso muerto. -Acepto vuestro consejo. Mandad llevar los dos cadáveres a popa y dejadme sola con ellos. El teniente se inclinó y dio las órdenes necesarias, para que se hiciera la voluntad de la joven lady. Un momento después los dos piratas eran colocados sobre dos tablas y transportados a popa, dispuestos a ser arrojados al mar. Marianna se arrodilló junto a Sandokán, que se había puesto rígido, y contempló muda aquel rostro descompuesto por la poderosa acción del narcótico, pero que conservaba todavía su varonil ferocidad que infundía temor y respeto. Esperó a que nadie se fijase en ella y a que fuesen cayendo las tinieblas, y luego se extrajo del corsé dos puñales y los escondió bajo las vestiduras de los dos piratas. -Al menos podréis defenderos, mis valientes -murmuró con profunda emoción. Luego se sentó a sus pies, contando en el reloj hora por hora, minuto por minuto, segundo por segundo, con paciencia inaudita. A la una menos diez minutos se levantó, pálida pero resuelta. Se aproximó a la amura de babor y, sin ser vista, descolgó dos salvavidas y los arrojó al mar; luego se dirigió hacia proa y se detuvo ante el teniente, que parecía esperarla. -Señor -dijo-. Cúmplase la última voluntad del Tigre de Malasia. A una orden del teniente, cuatro marineros se dirigieron a popa y alzaron las dos tablas, sobre las que yacían los cadáveres, hasta lo alto del costado del buque. -Todavía no -dijo Marianna, rompiendo a llorar. Se aproximó a Sandokán y posó sus labios sobre los de él. Sintió a aquel contacto una leve tibieza y una especie de gemido. Un momento de vacilación y todo estaría perdido. Retrocedió rápidamente y con voz sofocada dijo: -¡Dejadlos caer! Los marineros alzaron las dos tablas y los dos piratas se deslizaron hasta el mar, hundiéndose en las negras olas, mientras el buque se alejaba rápidamente, llevándose a la desventurada joven hacia las costas de la isla maldita. 31 Página 173