-Están muertos -dijo-. Ha sucedido lo que temía.
El médico los examinó, pero no pudo hacer otra cosa que constatar la muerte de los
prisioneros.
Mientras los marineros los levantaban, el teniente volvió a subir a cubierta y se acercó
a Marianna, que seguía apoyada en la amura de babor, haciendo esfuerzos sobrehumanos para
sofocar el dolor que la oprimía.
-Milady -le dijo-. Al Tigre de Malasia y a su compañero les ha sucedido una desgracia.
-La adivino... Están muertos.
-Así es, milady.
-Señor -dijo ella, con voz rota, pero enérgica-.
Vivos, os pertenecían a vos; muertos, me pertenecen a mí. -Os doy libertad para que
hagáis con ellos lo que más os guste, pero quiero daros un consejo. -¿Cuál?
-Hacedlos arrojar al mar antes de que el crucero llegue a Labuán. Vuestro tío podría
ahorcar a Sandokán incluso muerto.
-Acepto vuestro consejo. Mandad llevar los dos cadáveres a popa y dejadme sola con
ellos.
El teniente se inclinó y dio las órdenes necesarias, para que se hiciera la voluntad de la
joven lady.
Un momento después los dos piratas eran colocados sobre dos tablas y transportados a
popa, dispuestos a ser arrojados al mar.
Marianna se arrodilló junto a Sandokán, que se había puesto rígido, y contempló muda
aquel rostro descompuesto por la poderosa acción del narcótico, pero que conservaba todavía
su varonil ferocidad que infundía temor y respeto.
Esperó a que nadie se fijase en ella y a que fuesen cayendo las tinieblas, y luego se
extrajo del corsé dos puñales y los escondió bajo las vestiduras de los dos piratas.
-Al menos podréis defenderos, mis valientes -murmuró con profunda emoción.
Luego se sentó a sus pies, contando en el reloj hora por hora, minuto por minuto,
segundo por segundo, con paciencia inaudita.
A la una menos diez minutos se levantó, pálida pero resuelta. Se aproximó a la amura
de babor y, sin ser vista, descolgó dos salvavidas y los arrojó al mar; luego se dirigió hacia
proa y se detuvo ante el teniente, que parecía esperarla.
-Señor -dijo-. Cúmplase la última voluntad del Tigre de Malasia.
A una orden del teniente, cuatro marineros se dirigieron a popa y alzaron las dos
tablas, sobre las que yacían los cadáveres, hasta lo alto del costado del buque.
-Todavía no -dijo Marianna, rompiendo a llorar.
Se aproximó a Sandokán y posó sus labios sobre los de él. Sintió a aquel contacto una
leve tibieza y una especie de gemido. Un momento de vacilación y todo estaría perdido.
Retrocedió rápidamente y con voz sofocada dijo:
-¡Dejadlos caer!
Los marineros alzaron las dos tablas y los dos piratas se deslizaron hasta el mar,
hundiéndose en las negras olas, mientras el buque se alejaba rápidamente, llevándose a la
desventurada joven hacia las costas de la isla maldita.
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