¡Por fin te vuelvo a ver!
-Sandokán -murmuró ella, estallando en sollozos-. ¡Creí que no volvería a verte jamás!
-Valor, Marianna; no llores, cruel; seca esas lágrimas que me destrozan.
-Tengo roto el corazón, mi valiente amigo. ¡Ah, no quiero que mueras, no quiero que
te separen de mí! Yo te defenderé contra todos, te liberaré, quiero que sigas siendo mío.
-¡Tuyo! -exclamó Sandokán, con un profundo suspiro-. Sí, volveré a ser tuyo, pero
¿cuándo? -¿Por qué cuándo?
-¿Pero no sabes, desventurada criatura, que me llevan a Labuán para matarme?
-Pero yo te salvaré.
-Quizá sí; si me ayudaras.
-¡Entonces tienes un plan! -exclamó Marianna delirante de alegría.
-Sí, si Dios me protege. Escúchame, amor mío.
Lanzó una mirada suspicaz sobre el teniente, que no se había movido de su sitio, y
luego, llevando a la joven lo más lejos posible, le dijo:
-Estoy planeando una fuga y tengo la esperanza de conseguirlo, pero tú no podrás
venir conmigo.
-¿Por qué, Sandokán? ¿Dudas de que sea capaz de seguirte? ¿Temes acaso que me
falte valor para afrontar los peligros? Soy enérgica y ya no temo a nadie; si quieres, apuñalaré
a tu centinela o haré saltar este buque con todos los hombres que lo tripulan, si es necesario.
-Es imposible, Marianna. Daría la mitad de mi sangre por llevarte conmigo, pero no
puedo. Me es necesaria tu ayuda para huir, o todo sería inútil; pero te juro que no
permanecerás mucho tiempo entre tus compatriotas, aunque tenga que reclutar con mis
riquezas un ejército y guiarlo contra Labuán.
Marianna escondió la cabeza entre las manos y cálidas lágrimas inundaron su bello
rostro.
-Me quedaré aquí sola, sin ti -murmuró con un tono desgarrador.
-Es necesario, mi pobre niña. Escúchame ahora.
Extrajo de su pecho una minúscula cajita y, abriéndola, mostró a Marianna unas
píldoras de un color rosáceo, que despedían un olor muy penetrante.
-¿Ves estas bolitas? -le preguntó-. Contienen un veneno potente pero no mortal, que
tiene la propiedad de suspender la vida, en un hombre robusto, durante seis horas. Es un
sueño que se parece perfectamente a la muerte y que engaña al médico más experto.
-¿Y qué quieres hacer?
-Juioko y yo ingeriremos una cada uno; nos creerán muertos, nos arrojarán al mar,
pero luego resucitaremos libres sobre el libre mar.
-¿Pero no os ahogaréis?
-No, porque para eso cuento contigo.
-¿Qué tengo que hacer? Habla, ordena, Sandokán; estoy dispuesta a todo, con tal de
volver a verte libre.
-Son las seis -dijo el pirata, sacando su cronóme tro-. Dentro de una hora, mi
compañero y yo ingeriremos las píldoras y daremos un agudo grito. Tú señalarás exactamente
en tu reloj el minuto siguiente a aquel en que se oiga el grito, y contarás seis horas y dos segundos antes de hacer que nos arrojen al mar. Procurarás que nos dejen sin hamaca y sin bala
a los pies e intentarás que arrojen algo flotante que pueda ayudarnos después, y, si es posible,
procura esconder algún arma ajo nuestras vestiduras. ¿Me has comprendido bien?
-Todo lo he grabado en mi memoria, Sandokán. Pero luego, ¿adónde irás?
-Tengo la seguridad de que Yáñez nos sigue y nos recogerá. Luego reuniré armas y
piratas y vendré a liberarte, aunque tenga que pasar a Labuán a hierro y fuego y exterminar a
Página 171