Los tres barcos, decididos a sucumbir antes que retroceder, casi no podían verse,
envueltos como estaban en inmensas nubes de humo, que una calma obstinada mantenía sobre
los puentes, aunque rugían con el mismo furor y los relámpagos sucedían a los relámpagos y
las detonaciones a las detonaciones.
El buque tenía la ventaja de su volumen y de su artillería, aunque los dos praos, que el
valeroso Tigre conducía al abordaje, no cedían. Rasos como barcazas, horadados en cien
lugares, hendidos, irreconocibles, con el agua ya en la bodega, llenos ya de muertos y heridos,
continuaban avanzando a pesar de la continua tempestad de balas.
El delirio se había apoderado de aquellos hombres que no deseaban más que poder
subir al puente de aquel formidable buque, si no para vencer, por lo menos para morir en
campo enemigo.
Patán, fiel a su palabra, se había dejado matar detrás de su cañón, pero enseguida otro
hábil artillero había ocupado su lugar. Varios hombres habían caído, y otros, horriblemente
heridos, con las piernas o los brazos cortados, se debatían aún desesperadamente entre
torrentes de sangre.
Un cañón había sido desmontado en el prao de Giro-Batol, y una espingarda ya casi no
funcionaba, pero eso ¿qué más daba?
Sobre el puente de, los dos barcos quedaban otros tigres sedientos de sangre, que
cumplían valerosamente con su deber.
El hierro silbaba por encima de aquellos valientes, desprendía brazos y destrozaba
pechos, regaba los puentes, quebraba las amuradas, rompía cuanto pillaba, pero nadie hablaba
de retroceder, antes bien insultaban al enemigo y hasta lo desafiaban, y, cuando una ráfaga de
viento desembarazaba a aquellos pobres barcos de los nubarrones que los cubrían, se veían,
tras las semiderruidas barricadas, rostros hoscos y desencajados de furor, ojos inyectados en
sangre, que despedían fuego a cada relampagueo de la artillería, y dientes que crujían sobre
las hojas de los puñales; y, en medio de aquella horda de auténticos tigres, su capitán, el
invencible Sandokán, que, con la cimitarra en la mano, la mirada ardiente, los largos cabellos
desparramados por los hombros, animaba a los combatientes con una voz que resonaba como
una trompeta entre el retumbar de los cañones.
La terrible batalla duró veinte minutos; después, el crucero se desplazó unos
seiscientos metros, para no ser abordado.
Un alarido de furor resonó a bordo de los dos praos, ante aquella nueva retirada. Ya no
había posibilidad de luchar contra aquel enemigo, que, aprovechándose de sus máquinas,
evitaba todo abordaje.
Pero Sandokán no quería retroceder.
Derribando de un irresistible empujón a los hombres que le rodeaban, se agachó sobre
el cañón que aún estaba cargado, corrigió la puntería y encendió la mecha.
Pocos segundos después, el palo mayor del crucero, alcanzado en su base, se
precipitaba al mar, llevándose consigo a todos los tiradores que se encontraban en las cofas y
crucetas.
Mientras el buque se detenía para salvar a los hombres que iban a ahogarse y
suspendía el fuego, Sandokán aprovechó para embarcar en su propio barco a la tripulación del
prao de Giro-Batol.
-¡Y ahora a la costa volando! -tronó.
El prao de Giro-Batol, que aún se mantenía a flote por un verdadero milagro, fue
desalojado enseguida y abandonado a las olas con su cargamento de cadáveres y con sus
piezas de artillería ya inservibles.
Velozmente los piratas se pusieron a los remos y, aprovechándose de la inactividad del
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