Sobre su puente se oían redoblar los tambores que llamaban a los hombres a sus
puestos de combate y se oían las órdenes de los oficiales.
Sandokán miró fríamente a aquel formidable adversario, y en lugar de asustarse de sus
dimensiones, de su numerosa artillería y de su tripulación, tres o cuatro veces más numerosa
que la suya, ordenó:
-¡A los remos, mis cachorros!
Los piratas se precipitaron bajo el puente, poniéndose a los remos, mientras los
artilleros apuntaban los cañones y espingardas.
-Ahora nos toca a nosotros, barco maldito -dijo Sandokán, cuando vio los praos
dispararse como flechas bajo el empuje de los remos.
Súbitamente un chorro de fuego brilló sobre el puente del crucero, y una bala de
grueso calibre pasó silbando entre la arboladura del prao.
-¡Patán! -gritó Sandokán-. ¡A tu cañón!
El malayo, que era uno de los mejores artilleros de que pudiera jactarse la piratería,
encendió la mecha a su pieza. El proyectil se alejó silbando y fue a estrellarse en el puente del
comandante, destruyendo al mismo tiempo el asta de la bandera.
El barco de guerra, en lugar de contestar, dio una bordada, ofreciendo el costado de
babor, del cual salían las extremidades de una media docena de cañones.
-¡Patán! No desperdicies ni un solo tiro –dijo Sandokán, mientras un cañonazo
retumbaba sobre el prao de Giro-Batol-. Destroza la arboladura de ese maldito, rómpele las
ruedas,20 desmonta sus piezas y, cuando ya no tengas puntería, déjate matar.
En aquel instante, el crucero pareció incendiarse. Un huracán de hierro atravesó los
aires y alcanzó de lleno a los praos, arrasándolos como si fueran barcazas.
Espantosos alaridos de rabia y de dolor se alzaron entré los piratas, sofocados por una
segunda ráfaga que lanzó por los aires remeros, artillería y artilleros.
Hecho esto, el barco de guerra, envuelto en remolinos de humo negro y blanco, dio
una bordada a menos de cuatrocientos metros de los praos y se alejó un kilómetro, dispuesto a
reemprender el fuego.
Sandokán, que había quedado ileso, aunque derribado por una verga, se levantó
enseguida.
-¡Miserable! -tronó, mostrando los puños al enemigo-. ¡Huyes, cobarde, pero te
alcanzaré!
Con un silbido, llamó a sus hombres a cubierta.
-¡Rápido, instalad una barricada delante de los cañones! ¡Y después, adelante!
En un momento, a proa de los dos barcos fueron apilados palos de repuesto, barriles
llenos de balas, viejos cañones desmontados y escombros de todo género formando una sólida
barricada.
Los veinte hombres más fuertes volvieron a bajar para maniobrar los remos, mientras
los demás se colocaban detrás de las barricadas empuñando las carabinas y llevando entre los
dientes sus puñales, que centelleaban entre los labios temblorosos.
-¡Adelante! -ordenó el Tigre.
El crucero había detenido su marcha hacia atrás y ahora avanzaba a poco vapor,
vomitando torrentes de humo negro.
-¡Fuego a discreción! -aulló el Tigre.
Desde ambos lados se reemprendió la música infernal, respondiendo disparo por
disparo, proyectil por proyectil, metralla contra metralla.
20
Recuérdese que los buques de vapor llevaban ruedas para desplazar el agua e impulsar el movimiento [