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habría perdido la razón. -¡Fugarnos!... -exclamó-. ¿Y cómo? Ni siquiera tenemos un arma y además estamos encadenados. -Tengo un medio para hacer que nos arrojen al mar. -No os comprendo, capitán. ¿Quién nos tirará al agua? -Cuando un hombre muere a bordo de una nave, ¿qué se hace con él? -Se le pone en una hamaca con una bala de cañón y se lo envía a hacer compañía a los peces. -Y con nosotros harán otro tanto -dijo Sandokán. -¿Queréis suicidaros? -Sí, pero de un modo que pueda volver a la vida. -¡Humm!... Tengo mis dudas, Tigre de Malasia. -Te digo que nos despertaremos vivos y sobre el libre mar. -Si vos lo decís, debo creeros. -Todo depende de Yáñez. -Debe de estar lejos. -Pero, si sigue a la corbeta, antes o después nos recogerá. -¿Y luego? -Luego volveremos a Mompracem o a Labuán para liberar a Marianna. -Me pregunto si estoy soñando. -¿Dudas de cuanto te he dicho? -Un poco, capitán, lo confieso. Pienso que no tenemos ni siquiera un kriss. -No nos hará falta. -Y que estamos encadenados. -¡Encadenados! -exclamó Sandokán-. El Tigre de Malasia puede despedazar los hierros que lo tienen prisionero. ¡A mí, mis fuerzas!... ¡Mira!... Dobló con furor las anillas, y luego, de un tirón irresistible, las abrió y lanzó la cadena lejos de sí. -¡Aquí tienes al Tigre libre! -gritó. Casi en el mismo instante se abrió la escotilla de popa y crujió la escalera bajo los pasos de algunos hombres. -¡Ahí están! -exclamó el dayako. -¡Ahora los mato a todos!... -aulló Sandokán, poseído por un tremendo acceso de furor. Viendo en el suelo una manivela rota, la tomó e intentó lanzarse hacia la escalera. El dayako se apresuró a detenerlo. -¿Queréis que os maten, capitán? -le dijo-. Pensad que en el puente hay otros doscientos hombres, y armados. -Es verdad -respondió Sandokán, lanzando lejos de sí la manivela-. ¡El Tigre ha sido domado!... Tres hombres avanzaron hacia ellos. Uno era un teniente de navío, probablemente el comandante de la corbeta; los otros dos eran marineros. A una señal de su jefe, los dos hombres calaron las bayonetas y apuntaron sus carabinas hacia los dos piratas. Una sonrisa desdeñosa apareció en los labios del Tigre de Malasia. -¿Tenéis miedo quizá? -preguntó-. ¿Habéis basado, señor teniente, para presentarme esos dos hombres armados?... Os advierto que sus fusiles no me dan miedo; así que podéis ahorraros tan grotesco espectáculo. -Ya sé que el Tigre de Malasia no tiene miedo-respondió el teniente-. Simplemente he tomado precauciones. -Y sin embargo estoy desarmado, señor. Página 167