estrago, para ser arrastrado a Labuán quizá!... ¡Marianna!... ¡Yáñez, mi buen amigo!...
¡Juioko!... ¡También tú, mi valiente, has caído bajo el hierro y el plomo de los asesinos!... Mejor hubiera sido que yo también hubiera muerto o me hubiera hundido con mi barco en los
báratros del mar. ¡OH Dios, qué catástrofe!...
Luego, presa de un impulso de desesperación o de locura, se lanzó a través del
entrepuente, sacudiendo furiosamente las cadenas y gritando:
-¡Matadme!... ¡Matadme!... ¡El Tigre de Malasia no puede seguir viviendo!...
De pronto se detuvo, al oír una voz que gritaba: -¡El Tigre de Malasia!... ¿Está vivo
todavía el capitán?
Sandokán miró a su alrededor.
Una linterna sujeta a un gancho iluminaba escasamente el entrepuente, pero aquella
luz era suficiente para poder distinguir a una persona.
Al principio Sandokán no vio más que unas botas, pero luego, mirando mejor,
descubrió una forma humana acurrucada junto a la carlinga' del palo mayor.
-¿Quién sois vos? -gritó.
-¿Quién habla del Tigre de Malasia? -preguntó a su vez la voz de antes.
Sandokán se sobresaltó, y luego un relámpago de alegría le brilló en la mirada. Aquel
acento no le era desconocido.
-¿Está aquí alguno de mis hombres? preguntó-. ¿Juioko, quizá?
-¡Juioko! ¿Entonces me conocen? ¡Así que no estoy muerto!...
El hombre se levantó, sacudiendo lúgubremente las cadenas, y se adelantó.
-Juioko! -exclamó Sandokán.
-¡El capitán! -exclamó el otro.
Luego, lanzándose hacia adelante, cayó a los pies del Tigre de Malasia, repitiendo:
-¡El capitán!... ¡Mi capitán!... ¡Y yo que lo había llorado dándole por muerto!...
Aquel nuevo prisionero era el comandante del tercer prao, un valeroso dayako que
gozaba de grandísima fama entre las bandas de Mompracem por su valor y por su habilidad
marinera.
Era un hombre de elevada estatura, bien proporcionado, como lo son en general los
borneses del interior, con los ojos grandes e inteligentes y la piel amarillo dorada.
Como sus compatriotas, llevaba los cabellos largos y tenía los brazos y las piernas
adornados con un gran número de anillos de cobre y de latón.
Aquel bravo hombre, al verse delante del Tigre de Malasia, lloraba y reía al mismo
tiempo.
-¡Vivo!... ¡Aún vivo!... -exclamaba-. ¡Oh, qué felicidad!... Al menos vos habéis
escapado al desastre.
-¡Al desastre!... -gritó Sandokán-. ¿Entonces han muerto todos los valientes que yo
arrastré al abordaje de esta nave? ...
-¡Ay de mí! ... Sí, todos -respondió el dayako con voz rota.
-¿Y Marianna? ¿Ha desaparecido junto con el prao? Dímelo, Juioko, dímelo.
-No, está todavía viva.
-¡Viva!... ¡Mi muchacha está viva!... -aulló Sandokán, fuera de sí por la alegría-.
¿Estás seguro de lo que dices?
-Sí, capitán. Vos habíais caído ya, pero yo y otros cuatro compañeros resistíamos
todavía, cuando la muchacha de los cabellos de oro fue llevada al puente de la nave.
-¿Y quién la llevó?
-Los ingleses, capitán. La muchacha, espantada del agua que debía de haber invadido
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