Sandokán, de una sola mirada, se dio cuenta de la gravedad de la situación. Al ver al
otro prao ya devastado y casi hundiéndose, se acercó a él, embarcando en su propio barco a
los supervivientes, y luego, desenvainando la cimitarra, aulló:
-¡Ánimo, mis cachorros! ¡Al abordaje!
La desesperación centuplicaba las fuerzas de los piratas.
Descargaron de un solo golpe los dos cañones y las espingardas para barrer las amuras
de los fusileros que las ocupaban, y luego treinta de aquellos valientes lanzaron los garfios de
abordaje.
-¡No tengas miedo, Marianna! -gritó por última vez Sandokán, al oír que la joven lo
llamaba.
Luego, a la cabeza de sus valientes, subió al abordaje, precipitándose sobre el puente
enemigo como un toro herido mientras Yáñez, más afortunado que todos los demás, hacía
saltar la cañonera, lanzándole una granada en la santabárbara.52
-¡Paso! -tronó, ondeando su terrible cimitarra-. ¡Soy el Tigre!...
Seguido por sus hombres, fue a chocar contra los marinos que corrían con las hachas
levantadas y los rechazó hasta popa, pero desde proa irrumpía otro aluvión de hombres,
guiados por un oficial que Sandokán reconoció enseguida.
-¡Ah, eres tú, baronet! -exclamó el Tigre, precipitándose contra él.
-¿Dónde está Marianna? -preguntó el oficial con voz ahogada por el furor.
-Aquí está -respondió Sandokán-. ¡Tómala!
De un cimitarrazo lo derribó, y luego, lanzándose sobre él, le hundió el kriss en el
corazón; pero casi al mismo tiempo caía redondo sobre el puente, golpeado en el cráneo con
el reverso de un hacha...
29
Los prisioneros
Cuando volvió en sí, semiaturdido todavía por el fiero golpe recibido en el cráneo, ya
no se encontró libre sobre el puente enemigo, sino encadenado en la bodega de la corbeta.
Al principio se creyó presa de un terrible sueño, pero el dolor que le martilleaba
todavía la cabeza, las carnes desgarradas en otros lugares por las puntas de las bayonetas y
sobre todo las cadenas que le apretaban en las muñecas lo volvieron en breve a la realidad.
Se alzó sacudiendo furiosamente los hierros y lanzó a su alrededor una mirada
extraviada, como si aún no estuviera bien seguro de no encontrarse en su barco; luego, un
alarido irrumpió de sus labios, un alarido de fiera herida.
-¡Prisionero!... -exclamó, rechinando los dientes e intentando doblar las cadenas-.
¿Entonces qué ha sucedido?... ¿Hemos sido vencidos de nuevo por los ingleses? ¡Muerte y
condenación!... ¡Qué terrible despertar! ¿Y Marianna?... ¿Qué le habrá sucedido a esa pobre
muchacha? ¡Quizá ha muerto!...
Un espasmo tremendo le atenazó el corazón ante aquel pensamiento.
-¡Marianna! -aulló, mientras seguía retorciendo los hierros-. Niña mía, ¿dónde estás?...
¡Yáñez!... ¡Juioko!... ¡Cachorros!... ¡Nadie responde!... ¿Entonces habéis muerto todos?...
¡Pero no puede ser verdad, estoy soñando o estoy loco!...
Aquel hombre, que jamás había sabido lo que era el miedo, lo experimentó en aquel
momento. Sintió que la razón se le extraviaba y miró con espanto a su alrededor.
-¡Muertos!... ¡Todos muertos!... -exclamó con angustia-. ¡Sólo yo he sobrevivido al
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Pañol, o compartimiento del buque, destinado a guardar la pólvora y las municiones.
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