prao, con un ronco zumbido, atravesando dos velas.
-¿Oyes? -preguntó Sandokán-. Nos han descubierto y se preparan para darnos la
batalla. ¡Míralos! ¡Se mueven al mismo tiempo hacia nosotros para clavarnos el espolón!
En efecto, los dos barcos enemigos avanzaban a todo vapor, como si tuvieran la
intención de echarse encima de los tres pequeños veleros.
La corbeta forzaba sus máquinas, vomitando nubarrones de humo rojizo y de escorias,
y se dirigía hacia el prao de Sandokán, mientras la cañonera intentaba lanzarse contra el
mandado por Yáñez.
-¡A tu camarote! -gritó Sandokán, mientras la corbeta disparaba un segundo
cañonazo-. Aquí está la muerte.
Cogió a la joven entre sus vigorosos brazos y la transportó al camarote. En aquel
intervalo un chaparrón de metralla barría la cubierta del barco, granizando sobre el casco y
contra la arboladura.
Marianna se agarró desesperadamente a Sandokán.
-No me dejes, valiente mío -dijo con voz ahogada por los sollozos-. ¡No te alejes de mi
lado! Tengo miedo, Sandokán.
El pirata se separó con dulce violencia.
-No temas por mí -le dijo-. Deja que vaya a combatir la última batalla y que oiga una
vez más el estruendo de la artillería. Deja que guíe una vez más a los tigres de Mompracem a
la victoria.
-Tengo siniestros presentimientos, Sandokán. Quiero quedarme junto a ti. ¡Te
defenderé contra las armas de mis compatriotas!
-Me basto yo para arrojar al agua a mis enemigos.
El cañón tronaba entonces furiosamente sobre el mar. En el puente se oían los salvajes
aullidos de los tigres de Mompracem y los gemidos de los primeros heridos.
Sandokán se soltó de los brazos de la joven y se precipitó por la escalera,' gritando:
-¡Adelante, mis valientes! ¡El Tigre de Malasia está con vosotros!
La batalla se recrudecía por ambas partes. La cañonera había atacado al prao del
portugués, intentando abordarlo, pero esta vez había llevado la peor parte.
La artillería de Yáñez la había maltratado considerablemente, destrozándole las
ruedas, rompiéndole las amuras y tronchándole hasta el mástil. La victoria por aquel lado no
ofrecía lugar a dudas, pero quedaba la corbeta, una nave potente, armada de muchos cañones
y provista de una numerosísima tripulación.
Ésta se había lanzado contra los dos praos de Sandokán, cubriéndolos de hierro y
haciendo estragos entre los piratas.
La aparición del Tigre de Malasia reanimó a los combatientes, que comenzaban a
sentirse impotentes ante tantas fulminaciones.
Aquel hombre formidable se lanzó hacia uno de los dos cañones aullando siempre
ferozmente:
-¡Adelante, mis valientes! ¡El Tigre de Malasia tiene sed de sangre! ¡Barramos el mar
y arrojemos al agua a esos perros que vienen a desafiarnos!...
Sin embargo su presencia no sirvió para cambiar la suerte de la dura batalla. A pesar
de que no fallase un tiro y barriese las amuras de la corbeta con chaparrones de metralla, las
balas y las granadas caían incesantemente sobre su barco, devastándolo y despanzurrando a
sus hombres. Era imposible resistir tanta furia. Unos pocos minutos más, y los dos pobres
praos habrían sido reducidos a dos pontones destrozados.
Sólo el portugués disputaba, y con ventaja, la victoria a la cañonera, disparándole
andanadas desastrosas.
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