-Subamos a bordo -ordenó finalmente.
Los piratas embarcaron con lágrimas en los ojos; treinta se aposentaron en el prao más
pequeño, y los otros, parte en el de Sandokán y parte en el mandado por Yáñez, que llevaba
los inmensos tesoros del jefe.
En el momento de soltar amarras, se vio a Sandokán llevarse la mano al corazón como
si algo se le hubiera despedazado en el pecho.
-Amigo mío -dijo Marianna, abrazándolo. -¡Ah! -exclamó él con amargo dolor-. Me
parece que se me parte el corazón.
-Lloras la pérdida de tu poder, Sandokán, y la pérdida de tu isla.
-Es verdad, amor mío.
-Quizá un día volverás a conquistarla y regresaremos.
-No, todo ha terminado para el Tigre de Malasia. Además, siento que ya no soy el
hombre de otros tiempos.
Inclinó la cabeza sobre el pecho y emitió una especie de sollozo; pero luego,
levantándola con energía, tronó:
-¡Al mar!
Los tres barcos soltaron las gúmenas y se, alejaron de la isla, llevándose consigo los
últimos supervivientes de aquella formidable banda que durante doce años había esparcido
tanto terror por los mares de Malasia.
Habían recorrido ya seis millas cuando un grito de furor estalló a bordo de los barcos.
En medio de las tinieblas habían aparecido de improviso dos puntos luminosos, que corrían
detrás de la flotilla con profundo fragor.
-¡Los cruceros! -gritó una voz-. ¡Atentos, amigos!
Sandokán, que se había sentado a popa, con los ojos fijos en la isla, que desaparecía
lentamente entre las tinieblas, se levantó lanzando un verdadero rugido.
-¡Otra vez el enemigo! -exclamó con un intraducible acento, estrechando contra su
pecho a la muchacha, que estaba a su lado-. ¿Incluso en el mar venís a perseguirme, malditos?
¡Cachorros, ahí tenéis a los leones, que se nos echan encima! ¡Arriba todos, con las armas en
la mano!
No hacía falta más para animar a los piratas, que ardían en deseos de venganza y que
ya se ilusionaban con reconquista r, en un combate desesperado, la perdida isla. Todos
blandieron las armas, dispuestos a subir al abordaje a una orden de sus jefes.
-Marianna -dijo Sandokán, volviéndose hacia la joven, que miraba con terror aquellos
dos puntos luminosos que centelleaban en las tinieblas-. ¡Vete a tu camarote, alma mía!
-¡Gran Dios, estamos perdidos! -murmuró ella.
-Todavía no; los tigres de Mompracem tienen sed de sangre.
-¿Y si son dos poderosos cruceros, Sandokán?
-Aunque estuviesen tripulados por mil hombres, los abordaremos.
-No intentes un nuevo combate, mi valiente amigo. Quizá esos dos barcos no nos han
descubierto todavía, y podríamos engañarlos.
-Es verdad, lady Marianna -dijo uno de los jefes malayos-. Nos están buscando, de eso
estoy seguro, pero dudo mucho que nos hayan visto. La noche es oscura y no llevamos ningún
farol encendido a bordo, por lo que es imposible que se hayan dado cuenta de nuestra
presencia. Sé prudente, Tigre de Malasia. Si podemos evitar una nueva lucha, habremos
ganado todo.
-De acuerdo -respondió Sandokán, después de reflexionar unos instantes-. Dominaré
por el momento la rabia que me abrasa el corazón e intentaré escapar a su abordaje. ¡Pero ay
de ellos si se empeñan en seguirme en mi nueva ruta!... Estoy dispuesto a todo, incluso a
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