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occidentales. Sandokán tuvo que reunir todas sus fuerzas para pronunciar aquella palabra que jamás había salido de sus labios, y ordenó la retirada. En el momento en que los tigres de la perdida Mompracem, con lágrimas en los ojos y el corazón destrozado, se internaban en los bosques y los indígenas huían en todas direcciones, el enemigo desembarcaba, irrumpiendo furiosamente con las bayonetas caladas contra las trincheras, detrás de las cuales creía encontrar todavía defensores. ¡La estrella de Mompracem se había extinguido para siempre! 28 En el mar Los piratas, reducidos a setenta solamente, heridos la mayor parte pero todavía sedientos de sangre, todavía dispuestos a reemprender la lucha, se retiraban guiados por sus valerosos jefes, el Tigre de Malasia y Yáñez, que habían escapado milagrosamente al hierro y al plomo enemigo. Sandokán, a pesar de haber perdido ya para siempre su poderío, su isla, su mar, conservaba en aquella retirada una calma verdaderamente admirable. Sin duda él, que había previsto el fin inminente de la piratería y que ya se había hecho a la idea de retirarse lejos de aquellos mares, se consolaba pensando que, entre tanto desastre, le quedaba todavía su adorada Perla de Labuán. No obstante, en su rostro se descubrían las huellas de una fuerte conmoción, que en vano se esforzaba por ocultar. Apresurando el paso, los piratas llegaron enseguida a las orillas de un torrente seco, donde encontraron a Marianna y a los seis hombres que la custodiaban. La joven se precipitó a los brazos de Sandokán, que la estrechó tiernamente contra su pecho. -¡Gracias a Dios! -dijo ella-. Vuelves aún vivo. -Vivo sí, pero derrotado -respondió él con voz triste. -Así lo ha querido el destino, valiente mío. -Vámonos, Marianna, que el enemigo no está lejos. Ánimo, mis cachorros, no nos dejemos alcanzar por los vencedores. Quizá tengamos que combatir todavía terriblemente. En la lejanía se oían los gritos de los vencedores y aparecía una luz intensa, señal evidente de que el poblado había sido incendiado. Sandokán hizo montar a Marianna en un caballo, que había sido conducido allí desde el día anterior, y la pequeña tropa se puso rápidamente en camino para ganar las costas occidentales antes que el enemigo llegase a tiempo de cortarles la retirada. A las once de la noche llegaban a un pequeño poblado de la costa, ante el cual estaban anclados todavía los tres Araos. -Deprisa, embarquémonos -dijo Sandokán-. Los minutos son preciosos. -¿Nos atacarán? -preguntó Marianna. -Es posible, pero mi cimitarra te cubrirá y mi pecho te servirá de escudo contra los tiros de los malditos que me oprimieron con su número. Se dirigió a la playa y escudriñó el mar, que parecía negro como si fuera de tinta. -No veo ningún farol -dijo a Marianna-. Quizá podamos abandonar mi pobre isla sin que nos molesten. Dio un profundo suspiro y se enjugó la frente bañada de sudor. Página 159