Test Drive | Page 158

dirigieron parte de sus cañones contra aquellos nuevos navíos. La escuadra así reforzada recobró nuevos ánimos, aproximándose a la plaza y batiendo furiosamente las obras de defensa, ya gravemente deterioradas. Las granadas caían a centenares delante de los terraplenes, de los bastiones, de los reductos y sobre el poblado, provocando violentas explosiones que destruían las obras, destrozando las empalizadas, e introduciéndose a través de las hendiduras. Al cabo de una hora la primera línea de los bastiones no era ya más que un montón de ruinas. Dieciséis cañones habían quedado inservibles y una docena de espingardas yacía entre los escombros y entre un montón de cadáveres. Sandokán intentó un último golpe. Dirigió el fuego de sus cañones contra la nave capitana, encomendando a las espingardas la tarea de responder al fuego de los otros navíos. Durante veinte minutos el crucero resistió aquella lluvia de proyectiles que lo atravesaban de parte a parte, le destrozaban las jarcias y le mataban a la tripulación, pero una granada de 21 kilos, lanzada por Giro-Batol con un mortero, le abrió a proa una enorme hendidura. El barco se inclinó sobre un flanco, hundiéndose rápidamente. La atención de las otras naves se dirigió a salvar a los náufragos, y numerosas embarcaciones sur Surcaron las olas, pero bien pocos escaparon a la metralla de los piratas. En tres minutos se hundió el crucero, arrastrando consigo a los hombres que todavía quedaban en cubierta. Durante algunos minutos la escuadra suspendió el fuego, pero luego lo reemprendió con mayor fuerza y avanzó hasta una distancia de sólo cuatrocientos metros de la isla. Las baterías de la derecha y de la izquierda, oprimidas por el fuego, fueron reducidas al silencio al cabo de una hora, y los piratas se vieron obligados a retirarse detrás de la segunda línea de bastiones y después a la tercera, que ya estaba medio en ruinas. Sólo seguía en pie y todavía en buen estado, el gran reducto central, el mejor armado y el más robusto. Sandokán no cesaba de animar a sus hombres, pero el momento de la retirada no estaba lejano. Media hora después un polvorín saltó con terrible violencia, destrozando las precarias trincheras y sepultando entre sus escombros a doce piratas y veinte indígenas. Intentaron un nuevo esfuerzo para detener la marcha del enemigo, concentrando el fuego sobre otro crucero, pero los cañones eran demasiado pocos, pues muchos ya habían sido destrozados o desmontados. A las siete y diez caía también el gran reducto, sepultando varios hombres y las piezas más grandes de artil lería. -¡Sandokán! -gritó Yáñez, precipitándose hacia el pirata, que estaba apuntando su cañón-. Hemos perdido la partida. -Es verdad -respondió el Tigre con voz ahogada. -Ordena la retirada o será demasiado tarde. Sandokán lanzó una mirada desesperada sobre las ruinas, en medio de las cuales sólo dieciséis cañones y veinte espingardas tronaban todavía, y otra sobre la escuadra, que estaba botando al mar las chalupas para el desembarco. Un prao había echado ya el ancla a los pies del gran acantilado y sus hombres se disponían a tomar posiciones. La partida estaba irremediablemente perdida. Dentro de pocos minutos, los atacantes, treinta o cuarenta veces más numerosos, habrían desembarcado para atacar a bayonetazos las precarias trincheras y destruir a sus últimos defensores. Un retraso de pocos minutos podía ser funesto y comprometer la fuga hacia las costas Página 158