dirigieron parte de sus cañones contra aquellos nuevos navíos.
La escuadra así reforzada recobró nuevos ánimos, aproximándose a la plaza y batiendo
furiosamente las obras de defensa, ya gravemente deterioradas.
Las granadas caían a centenares delante de los terraplenes, de los bastiones, de los
reductos y sobre el poblado, provocando violentas explosiones que destruían las obras,
destrozando las empalizadas, e introduciéndose a través de las hendiduras.
Al cabo de una hora la primera línea de los bastiones no era ya más que un montón de
ruinas.
Dieciséis cañones habían quedado inservibles y una docena de espingardas yacía entre
los escombros y entre un montón de cadáveres.
Sandokán intentó un último golpe. Dirigió el fuego de sus cañones contra la nave
capitana, encomendando a las espingardas la tarea de responder al fuego de los otros navíos.
Durante veinte minutos el crucero resistió aquella lluvia de proyectiles que lo
atravesaban de parte a parte, le destrozaban las jarcias y le mataban a la tripulación, pero una
granada de 21 kilos, lanzada por Giro-Batol con un mortero, le abrió a proa una enorme
hendidura.
El barco se inclinó sobre un flanco, hundiéndose rápidamente. La atención de las otras
naves se dirigió a salvar a los náufragos, y numerosas embarcaciones sur Surcaron las olas,
pero bien pocos escaparon a la metralla de los piratas.
En tres minutos se hundió el crucero, arrastrando consigo a los hombres que todavía
quedaban en cubierta.
Durante algunos minutos la escuadra suspendió el fuego, pero luego lo reemprendió
con mayor fuerza y avanzó hasta una distancia de sólo cuatrocientos metros de la isla.
Las baterías de la derecha y de la izquierda, oprimidas por el fuego, fueron reducidas
al silencio al cabo de una hora, y los piratas se vieron obligados a retirarse detrás de la
segunda línea de bastiones y después a la tercera, que ya estaba medio en ruinas. Sólo seguía
en pie y todavía en buen estado, el gran reducto central, el mejor armado y el más robusto.
Sandokán no cesaba de animar a sus hombres, pero el momento de la retirada no
estaba lejano.
Media hora después un polvorín saltó con terrible violencia, destrozando las precarias
trincheras y sepultando entre sus escombros a doce piratas y veinte indígenas.
Intentaron un nuevo esfuerzo para detener la marcha del enemigo, concentrando el
fuego sobre otro crucero, pero los cañones eran demasiado pocos, pues muchos ya habían sido
destrozados o desmontados.
A las siete y diez caía también el gran reducto, sepultando varios hombres y las piezas
más grandes de artil lería.
-¡Sandokán! -gritó Yáñez, precipitándose hacia el pirata, que estaba apuntando su
cañón-. Hemos perdido la partida. -Es verdad -respondió el Tigre con voz ahogada. -Ordena la
retirada o será demasiado tarde.
Sandokán lanzó una mirada desesperada sobre las ruinas, en medio de las cuales sólo
dieciséis cañones y veinte espingardas tronaban todavía, y otra sobre la escuadra, que estaba
botando al mar las chalupas para el desembarco. Un prao había echado ya el ancla a los pies
del gran acantilado y sus hombres se disponían a tomar posiciones.
La partida estaba irremediablemente perdida. Dentro de pocos minutos, los atacantes,
treinta o cuarenta veces más numerosos, habrían desembarcado para atacar a bayonetazos las
precarias trincheras y destruir a sus últimos defensores.
Un retraso de pocos minutos podía ser funesto y comprometer la fuga hacia las costas
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