furiosamente y extendiéndose a derecha e izquierda, donde disparaban las espingardas.
La escuadra, a pesar de haber sido bastante maltratada por aquella formidable
descarga, no tardó mucho en responder.
Los cruceros, las corbetas, las cañoneras y los praos se cubr ieron de humo, inundando
las obras de defensa de balas y granadas, mientras un gran número de hábiles tiradores abría
un vivo fuego de mosquetería, que, si resultaba ineficaz contra los bastiones, molestaba, y no
poco, a los artilleros de Mompracem.
No se desperdiciaba un tiro ni de una parte ni de otra, se competía en celeridad y
precisión, estando todos resueltos a exterminarse mutuamente, si desde lejos al principio,
luego de cerca.
La flota tenía la supremacía de las bocas de fuego y de los hombres y tenía la ventaja
de moverse y dispersarse, dividiendo los fuegos del enemigo, pero a pesar de ello no ganaba
terreno.
Era hermoso ver a aquel pequeño poblado, defendido por un puñado de valientes, que
se encendía por todas partes, devolviendo golpe por golpe, vomitando torrentes de balas y de
granadas y huracanes de metralla que se estrellaban contra los flancos de las naves,
destrozando las jarcias y despanzurrando las tripulaciones.
Tenía hierro para todos, rugía más fuerte que todos los cañones de la flota, castigaba a
los fanfarrones que venían a desafiarlos a pocos centenares de metros de aquellas formidables
costas, hacía retroceder a los más osados que intentaban desembarcar a los soldados, y en tres
millas a la redonda hacía saltar las aguas del mar.
Sandokán, en medio de sus valerosas bandas, con los ojos en llamas, erguido detrás de
un grueso cañón del 24 que soltaba de su humeante garganta enormes proyectiles, seguía
tronando sin desfallecer:
-¡Fuego, mis valientes! ¡Barredme el mar, destripadme esas naves que vienen a
arrebatarnos a nuestra reina!
Su voz no caía en vano. Los piratas, conservando una admirable sangre fría, entre
aquella espesa lluvia de balas que desgarraba las empalizadas, que horadaba los terraplenes,
que derribaba los bastiones, apuntaban intrépidamente la artillería, animándose con tremendos
griteríos.
Un prao del sultán fue incendiado y saltó en pedazos, cuando intentaba, con una
insolente bravuconería, desembarcar a los pies del gran acantilado. Sus pecios llegaron hasta
las primeras empalizadas del poblado, y los siete u ocho hombres que habían escapado a la
explosión fueron fulminados por un chaparrón de metralla.
Una cañonera española, que intentaba aproximarse para desembarcar a sus soldados,
quedó completamente desarbolada y fue a embarrancar delante del poblado al explotar su
máquina. No se salvó ni uno de sus hombres.
-¡Venid a desembarcar! -tronó Sandokán-. Venid a enfrentaros con los tigres de
Mompracem si os atrevéis. ¡Sois muchachos y nosotros gigantes!
Estaba claro que, mientras los bastiones se mantuvieran firmes y la pólvora no faltase,
ninguna nave conseguiría acercarse a las costas de la terrible isla.
Desgraciadamente para los piratas, hacia las tres de la tarde, cuando la flota,
horriblemente malparada, estaba ya a punto de retirarse, llegó a las aguas de la isla una
inesperada ayuda, que fue acogida con estrepitosos burras por parte de las tripulaciones.
Eran otros dos cruceros ingleses y una gran corbeta holandesa, seguidos a corta
distancia por un bergantín de vela, provistos de numerosas piezas de artillería.
Sandokán y Yáñez, al ver aquellos nuevos enemigos, palidecieron. Comprendieron
que la caída de la fortaleza era ya cuestión de horas, y sin embargo no perdieron el ánimo y
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