-Mi buen genio, que durante tantos años me ha protegido, no va a abandonarme hoy
que combato por ti. Ven, Marianna, los minutos son preciosos.
Bajaron la escalinata y se dirigieron al poblado, donde los piratas ya habían tomado
posiciones detrás de los cañones, dispuestos a emprender con gran coraje la titánica lucha.
Doscientos indígenas, hombres que sabían, si no resistir un ataque, al menos disparar
arcabuzazos e incluso cañonazos -maniobra que habían aprendido con facilidad bajo sus
maestros-, habían llegado ya y se habían colocado en los puntos que les habían asignado los
jefes de la piratería.
-Bueno -dijo Yáñez-. Seremos trescientos cincuenta para sostener el choque.
Sandokán llamó a seis de sus más valerosos hombres y les confió a Marianna para que
la condujeran a lo más espeso de los bosques para no exponerla al peligro.
-Vete, amada mía -le dijo, estrechándola contra su corazón-. Si venzo, seguirás siendo
la reina de Mompracem, y, si la fatalidad me hacer perder, levantaremos el vuelo e iremos a
buscar la felicidad a otras tierras.
-¡Ah, Sandokán! ¡Tengo miedo! -exclamó la joven llorando.
-No temas, volveré a ti, amada mía. Las balas respetarán al Tigre de Malasia, incluso
en esta batalla. La besó en la frente y después huyó hacia los bastiones, tronando
-¡Ánimo, mis cachorros: el Tigre está con vosotros! El enemigo es fuerte, pero
nosotros somos todavía los tigres de la salvaje Mompracem.
Un solo grito le respondió
¡Viva Sandokán! ¡Viva nuestra reina!
La flota enemiga se había detenido a seis millas de la isla y varias embarcaciones se
separaban de las naves, conduciendo aquí y allá a numerosos oficiales. En el crucero que
había enarbolado la insignia de mando estaba celebrándose sin duda consejo.
A las diez, las naves y los praos, siempre dispuestos
en orden de batalla, se movieron hacia la bahía.
-¡Tigres de Mompracem! -gritó Sandokán, que se mantenía erguido sobre el gran
reducto central, detrás de un cañón del veinticuatro-. ¡Recordad que estáis defendiendo a la
Perla de Labuán y que esos hombres que vienen a atacarnos son los que asesinaron a nuestros
compañeros en las costas de Labuán!
¡Venganza! ¡Sangre! -gritaron los piratas.
Un cañonazo partió en aquel momento de la cañonera que llevaba dos días espiando la
isla, y por una extraña casualidad la bala abatió la bandera de la piratería, que ondeaba sobre
el bastión central.
Sandokán se sobresaltó y en su rostro se dibujó un vivo dolor.
¡Vencerás, flota enemiga! -exclamó con voz triste--. ¡El corazón me lo dice!
La flota se iba aproximando, manteniéndose sobre una línea cuyo centro estaba
ocupado por los cruceros, y las alas por los praos del sultán de Varauni.
Sandokán dejó que se aproximaran hasta una distancia de mil pasos; luego, levantando
la cimitarra, tronó:
EL BOMBARDEO DE MOMPRACEM 321
-¡A nuestras piezas, mis cachorros! ¡No os entretengo más: barredme el mar, los
bastiones, los terraplenes! ¡Fuego!...
A la orden del Tigre, los reductos, los bastiones, los terraplenes ardieron en toda la
línea, formando una sola detonación capaz de ser oída hasta en las Romades. Pareció que el
poblado entero había saltado por los aires, y la tierra tembló hasta el mar. Nubes densísimas
de humo envolvieron las baterías, agigantándose bajo nuevos disparos que se sucedían
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