-Temo un gran ataque -dijo Sandokán a Yáñez-. Ya verás cómo los ingleses no vienen
solos a atacarnos.
-¿Se habrán aliado con los españoles o con los holandeses?
-Sí, Yáñez, y el corazón me dice que no me equivoco.
-Encontrarán pan para sus dientes. Nuestro poblado se ha hecho inexpugnable.
-Es posible, Yáñez, pero no desesperemos. De todos modos, en caso de derrota los
praos están listos para hacerse a la mar.
Volvieron a ponerse al trabajo, mientras algunos piratas inspeccionaban los
pueblecitos indígenas diseminados por el interior de la isla, para reclutar a los hombres más
capaces.
Por la tarde el poblado estaba preparado para sostener la lucha y presentaba una cerca
de fortificaciones realmente imponente.
Tres líneas de bastiones, a cuál más robusto, cubrían enteramente el poblado,
extendiéndose en fo rma de semicírculo.
Empalizadas y amplios fosos hacían la escalada de aquel fortín poco menos que
imposible.
Cuarenta y seis cañones de calibre 12, de 18 y algunos de 24, colocados sobre el gran
reducto central, una 1 media docena de morteros y sesenta espingardas defendían la plaza,
prontos a vomitar balas, granadas y metralla sobre las naves enemigas.
Durante la noche, Sandokán mandó desarbolar los praos y vaciarlos de todo lo que
contenían, y después los hundió en la bahía para que el enemigo no pudiera ' adueñarse de
ellos o los destruyese, y mandó varias canoas al mar para vigilar la cañonera, pero ésta no se
movió.
Al alba, Sandokán, Marianna y Yáñez, que llevaban algunas horas durmiendo en la
gran cabaña, fueron bruscamente despertados por agudos clamores.
-¡El enemigo! ¡El enemigo! -gritaban en el poblado.
Se precipitaron fuera de la cabaña y se colocaron en el borde del gigantesco
acantilado.
El enemigo estaba allí, a seis o siete millas de la isla, y avanzaba lentamente en orden
de batalla. Al verlo, una profunda arruga surcó la frente de Sandokán, mientras el rostro de
Yáñez se ensombrecía.
-Esto es una verdadera flota -murmuró éste-. ¿Dónde han podido reunir tantas fuerzas
esos perros de ingleses?
-Es una liga que mandan los de Labuán contra nosotros -dijo Sandokán-. Mira, hay
naves inglesas, holandesas, españolas y hasta praos de ese canalla del sultán de Varauni,
pirata cuando quiere, y que está celoso de mi poderío.
Era justamente la verdad. La escuadra atacante se componía de tres cruceros de gran
tonelaje, que ostentaban la bandera inglesa, dos corbetas holandesas poderosamente armadas,
cuatro cañoneras y un balandro español y ocho praos del sultán de Varauni. Podrían disponer
entre todos de ciento cincuenta o ciento sesenta cañones y de mil quinientos hombres.
-¡Son muchos, por Júpiter! -exclamó Yáñez-. Pero nosotros somos valientes y nuestra
fortaleza es resistente.
-¿Vencerás, Sandokán? -preguntó Marianna con voz estremecida.
-Esperemos, amor mío -respondió el pirata-. Mis hombres son audaces.
-Tengo miedo, Sandokán.
-¿De qué?
-De que pueda matarte una bala.
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