levantaremos a los hombres; nosotros, si así lo queréis, destruiremos Labuán, Varauni y
Sarawak para que nadie pueda volver a amenazar la felicidad de la Perla de Labuán.
-¡Milady! -exclamó Paranoa-. Quedaos también vos; nosotros os defenderemos contra
todos, haremos con nuestros cuerpos un escudo contra los golpes del enemigo y, si queréis,
conquistaremos un reino para daros un trono.
Hubo una explosión de auténtico delirio entre todos los piratas. Los más jóvenes
suplicaban, los más viejos lloraban.
-¡Quedaos, milady! ¡Quedaos en Mompracem! -gritaban todos, agolpándose delante
de la joven.
De pronto ésta se adelantó hacia la banda, pidiendo silencio con un gesto.
-Sandokán -dijo con voz que no temblaba-. Si yo te dijese: renuncia a tus venganzas y
a la piratería, y si rompiese para siempre el débil vínculo que me liga a mis compatriotas y
adoptase por patria esta isla, ¿aceptarías tú?
-Tú, Marianna, ¿quieres quedarte en mi isla?
-¿Lo quieres tú?
-Sí, y yo te juro que no volveré a tomar las armas más que en defensa de mi tierra.
-Pues entonces, que sea mi patria Mompracem: ¡me quedo aquí!
Cien armas se alzaron y se cruzaron sobre el pecho de la joven, que había caído en los
brazos de Sandokán, mientras los piratas gritaban a una voz:
-¡Viva la reina de Mompracem! ¡Ay de quien se atreva a tocarla!...
27
El bombardeo de Mompracem
A la mañana siguiente parecía que el delirio se había adueñado de los piratas de
Mompracem. No eran hombres, sino titanes que trabajaban con energía sobrehumana para
fortificar aún más su isla, que ya no querían abandonar, puesto que la Perla de Labuán había
jurado quedarse allí.
Se afanaban en torno a las baterías, cavaban nuevas trincheras, golpeaban
furiosamente los acantilados para desprender bloques que debían reforzar los reductos,
rellenaban los gaviones que habían dispuesto delante de los cañones, abatían árboles para
levantar nuevas empalizadas, construían nuevos bastiones que fortificaban con las piezas de
artillería traídas de los praos, cavaban trampas, preparaban minas, llenaban los fosos de montones de espinas y plantaban en el fondo puntas de hierro envenenadas con el jugo del upas;
fundían balas, reforzaban los polvorines, afilaban las armas.
La reina de Mompracem, hermosa, fascinante, centelleante de oro y perlas, estaba allí
para animarlos con su voz y con sus sonrisas.
Sandokán estaba a la cabeza de todos y trabajaba con una actividad febril que parecía
una auténtica locura. Corría donde su intervención era necesaria, ayudaba a sus hombres a
disponer las obras de defensa en todos los puntos, valiosamente ayudado por Yáñez, que
parecía haber perdido su calma habitual.
La cañonera, que seguía navegando a la vista de la isla, espiando sus trabajos, bastaba
para estimular a los piratas, convencidos ahora de que aguardaba una poderosa escuadra para
bombardear la fortaleza del Tigre.
Hacia el mediodía llegaron al poblado varios piratas que habían marchado la tarde
anterior con los tres praos, y las noticias que trajeron no eran inquietantes. Una cañonera que
parecía española había aparecido por la mañana en dirección al este, pero no se había
presentado ningún enemigo en las costas occidentales.
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