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Aquellos ciento cincuenta hombres -pues se habían quedado reducidos a tan pocos después del ataque de la escuadra y de la pérdida de las dos tripulaciones que habían seguido a Sandokán hacia Labuán, de las que no se había tenido ninguna noticia- habían trabajado como quinientos. Caída la noche, Sandokán hizo embarcar sus riquezas en un gran prao y lo envió, junto con otros dos, a las costas occidentales, para hacerse a la mar si la fuga llegara a hacerse necesaria. A medianoche Yáñez, con los jefes y todas las cuadrillas, subía a la gran cabaña donde lo esperaba Sandokán. Una sala, lo suficientemente amplia como para contener doscientas personas o más, había sido arreglada con un lujo insólito. Grandes lámparas doradas derramaban torrentes de luz, haciendo centellear el oro y la plata de los tapices y de las alfombras y la madreperla que adornaba los ricos muebles de estilo indio. Sandokán se había vestido su traje de gala, de raso rojo, y el turbante verde adornado con un penacho cuando de brillantes. Llevaba a la cintura los dos kriss, insignia del jefe supremo, y una espléndida cimitarra con la vaina de plata y la empuñadura de oro. Marianna, en cambio, llevaba un vestido de terciopelo negro pespunteado en plata, fruto de quién sabe qué saqueo, que dejaba al descubierto sus brazos y sus hombros, sobre los que caían como una lluvia de oro sus magníficos cabellos rubios. Ricos brazaletes, adornos de perlas de inestimable valor, y una diadema de brillantes que despedían rayos de luz, la hacían más bella, más fascinante todavía. Los piratas, al verla, no pudieron contener un grito de admiración ante aquella soberbia criatura, a la que miraban como una divinidad. -Amigos míos, mis fieles cachorros -dijo Sandokán, llamando a su alrededor a la formidable banda-. Os he reunido aquí para decidir la suerte de mi Mompracem. Vosotros me habéis visto luchar durante muchos años sin descanso y sin piedad contra esa execrable raza que asesinó a mi familia, que me arrebató una p atria, que desde las gradas de un trono me precipitó a traición en el polvo y que ahora está pensando en destruir a la raza malaya; vosotros me habéis visto luchar como un tigre, rechazando siempre a los invasores que amenazaban nuestra salvaje isla; pero ya se acabó. El destino quiere que me detenga, y así será. Siento que mi misión vengadora ha terminado ya; siento que ya no sé rugir ni combatir como en otro tiempo, siento que tengo necesidad de descanso. Combatiré aún una última batalla contra el enemigo, que quizá venga mañana a atacarnos; luego diré adiós a Mompracem y me iré a vivir lejos con esta mujer que amo y que se convertirá en mi esposa. ¿Queréis continuar vosotros las hazañas del Tigre? Os dejo mis barcos y mis cañones y, si preferís seguirme a mi nueva patria, seguiré considerándoos como mis hijos. Los piratas, que parecían aterrados ante aquella revelación inesperada, no respondieron, pero se vio que aquellos rostros, ennegrecidos por la pólvora de los cañones y por los vientos del mar, se bañaban en lágrimas. -¡Lloráis! -exclamó Sandokán con voz alterada por la emoción-. ¡Ah, sí, os comprendo, mis valientes! ¿Pero creéis que yo no sufro también ante la idea de no volver a ver quizá nunca mi isla, mi mar, de perder mi poderío, de entrar en la oscuridad después de haber brillado tanto, después de haber adquirido tanta fama, aun que fuera terrible, siniestra? La fatalidad lo ha querido así, doblegó al jefe, y ya sólo pertenezco a la Perla de Labuán. -¡Capitán, mi capitán! -exclamó Giro-Batol, que lloraba como un niño-. Quedaos aún entre nosotros, no abandonéis nuestra isla. Nosotros la defenderemos contra todos, j Página 153