-Sí, alma celestial. Esta noche reuniré a mis tropas y les diré que nosotros, después de
haber combatido la última batalla, arriaremos para siempre nuestra bandera y abandonaremos
Mompracem.
-¿Y qué dirán tus cachorros ante tal proposición? Me odiarán, al saber que soy yo la
causa de la ruina de Mompracem.
-Nadie se atreverá a alzar la voz contra ti. Todavía soy el Tigre de Malasia, el Tigre
que los ha hecho temblar siempre con un solo gesto. Y además, me quieren demasiado para
no obedecerme. En fin, dejemos que se cumpla nuestro destino.
Ahogó un suspiro, y luego dijo con un amargo lamento:
-Tu amor me hará olvidar mi pasado y quizá también Mompracem.
Depositó un beso sobre los rubios cabellos de la muchacha y llamó después a dos
malayos que estaban al lado de la casa.
-Ésta es vuestra ama -les dijo, indicando a la joven-. Obedecedla como a mí mismo.
Dicho esto, tras haber intercambiado con Marianna una larga mirada, salió con rápidos
pasos y se dirigió a la playa.
La cañonera seguía humeando a la vista de la isla, dirigiéndose unas veces hacia el
norte y otras hacia el sur. Parecía que intentaba descubrir alguna cosa, probablemente alguna
otra cañonera o crucero procedente de Labuán.
Entretanto los piratas, previendo un ya no lejano ataque, trabajaban febrilmente bajo la
dirección de Yáñez, reforzando los bastiones, cavando fosos y levantando terraplenes y
estacadas.
Sandokán se acercó al portugués, que estaba desarmando las piezas de artillería de los
praos para guarnecer un potente reducto, construido justamente en el centro del poblado.
-¿No ha aparecido ninguna nave? -le preguntó.
-No -respondió Yáñez-, pero la cañonera no abandona nuestras aguas y eso es una
mala señal. Si el viento fuera lo suficientemente fuerte como para aventajar a su máquina, la
atacaría con mucho placer.
-Hay que tomar medidas para poner a cubierto nuestras riquezas y, en caso de una
derrota, prepararnos la retirada.
-¿Temes no poder hacer frente a los atacantes? -Tengo siniestros presentimientos,
Yáñez; siento que estoy a punto de perder esta isla.
-¡Bah! Hoy o dentro de un mes tanto da, desde el momento en que has decidido
abandonarla. ¿Lo saben ya nuestros piratas?
-No, pero esta noche conduciré a todas las bandas a mi cabaña y allí se enterarán de mi
decisión.
-Será un duro golpe para ellos, hermano.
-Lo sé, pero, si quieren continuar por su cuenta con la piratería, yo no se lo impediré.
-Ni pensarlo, Sandokán. Ninguno abandonará al Tigre de Malasia y todos te seguirán
adonde quieras.
-Lo sé, me quieren demasiado estos valientes. Trabajemos, Yáñez, hagamos nuestra
fortaleza, si no inconquistable, al menos formidable.
Llegaron hasta donde estaban sus hombres, que trabajaban con encarnizamiento sin
igual, levantando nuevos terraplenes y nuevas trincheras, plantando enormes empalizadas que
pertrechaban de espingardas, acumulando inmensas pirámides de balas y de granadas, protegiendo la artillería con barricadas de troncos de árbol, de peñascos y de planchas de hierro
que habían arrancado a los navíos saqueados en sus numerosas correrías.
Por la tarde la fortaleza presentaba un aspecto imponente y podía decirse
inexpugnable.
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