han lanzado contra nosotros!
-Capitán -dijo Giro-Batol, adelantándose-. Hemos hecho lo posible por abordar a la
escuadra que nos asaltó, pero no lo conseguimos. Conducidnos a Labuán y destruiremos la
isla hasta el último árbol, hasta el último matojo.
Sandokán, en vez de responder, tomó a Marianna y la condujo ante sus hordas.
-¡Es la patria de ella -dijo-, la patria de mi mujer!
Los piratas, al ver a la joven, que hasta entonces había permanecido detrás de Yáñez,
dieron un grito de sorpresa y admiración.
-¡La Perla de Labuán! ¡Viva la Perla!... -exclamaron, cayendo de rodillas ante ella.
-Su patria es sagrada para mí -dijo Sandokán-, pero dentro de poco tendréis ocasión de
devolver a nuestros enemigos las balas que lanzaron sobre estas costas.
-¿Vamos a ser atacados? -preguntaron todos.
-El enemigo no está lejos, mis valientes; podéis descubrir su vanguardia en aquella
cañonera que está dando vueltas osadamente junto a nuestras costas. Los ingleses tienen
fuertes motivos para atacarme: quieren vengar a los hombres que matamos bajo las selvas de
Labuán y arrancarme a esta joven. Estad preparados, que el momento quizá no esté lejano.
-Tigre de Malasia -dijo un jefe adelantándose-. Nadie, mientras quede uno de nosotros
vivo, vendrá a robar a la Perla de Labuán, ahora que la protege la bandera de la piratería.
Ordenad: ¡estamos dispuestos a dar toda nuestra sangre por ella!
Sandokán, profundamente conmovido, miró a aquellos valientes que aclamaban las
palabras del jefe y que, después de haber perdido a tantos compañeros, todavía ofrecían su
vida para salvar a la que había sido la causa principal de sus desventuras.
-Gracias, amigos -dijo con voz ahogada.
Se pasó varias veces una mano por la frente, dio un profundo suspiro, echó su brazo
sobre la joven, que estaba no menos conmovida, y se alejó con la cabeza inclinada sobre el
pecho.
-Está acabado -murmuró Yáñez con voz triste.
Sandokán y su compañera subieron la estrecha escalinata que conducía a la cima del
acantilado, seguidos por las miradas de todos los piratas, que los observaban con una mezcla
de admiración y pesadumbre, y, se detuvieron delante de la gran cabaña.
-Ésta es tu casa -dijo él entrando-. Era la mía; es un feo nido donde se desarrollaron a
veces sombríos dramas... Es indigno de hospedar a la Perla de Labuán, pero es seguro,
inaccesible al enemigo, que nunca podrá penetrar aquí. Si hubieras llegado a ser reina de
Mompracem, lo habrías embellecido, hubieras hecho de él un palacio... En fin, ¿para qué
hablar de cosas imposibles? Aquí todo ha muerto o está a punto de morir.
Sandokán se llevó las manos al corazón y su rostro se alteró dolorosamente. Marianna
le echó los brazos al cuello.
-Sandokán, tú sufres, me estás escondiendo tus penas.
-No, alma mía, estoy conmovido, pero nada más. ¿Qué quieres? Al encontrar mi isla
violada, mis bandas diezmadas, y al pensar que dentro de poco tendré que perder...
-Sandokán, entonces lloras por tu pasado poder y sufres ante la idea de tener que
perder tu isla. Óyeme, héroe mío, ¿quieres que me quede en esta isla entre tus cachorros, que
empuñe también yo la cimitarra y que combata a tu lado? ¿Lo quieres?
-¡Tú, tú! -exclamó él-. No, no quiero que te conviertas en una mujer semejante. Sería
una monstruosidad obligarte a permanecer aquí, ensordecerte con el retumbar de la artillería y
con los combatientes y exponerte a un peligro continuo. Dos felicidades serían demasiado y
yo no quiero.
-¿Entonces me amas más que a tu isla, a tus hombres, a tu fama?
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