seguidos de Marianna.
Allá, donde el cielo se confundía con el mar, se descubría una larga franja todavía de
color indeciso, pero que poco a poco iba volviéndose verdeante.
-¡Deprisa, deprisa! -exclamó Sandokán, que estaba poseído de una viva ansiedad.
-¿Qué temes? -preguntó Marianna.
-No sé, pero el corazón me dice que allí ha ocurrido algo. ¿Nos sigue todavía la
cañonera?
-Sí, veo el penacho de humo hacia el este -respondió Yáñez.
-Mala señal.
-Eso temo también yo, Sandokán. -¿No ves nada?
Yáñez apuntó el catalejo y miró con profunda atención durante unos minutos.
-Veo unos praos anclados en la bahía. -Esperemos -murmuró.
El prao, empujado por un buen viento, al cabo de una hora llegó a pocas millas de la
isla y se dirigió hacia la bahía que se abría delante del pueblecito. Muy pronto llegó tan cerca
que permitía distinguir perfectamente las fortificaciones, los mercados y las cabañas.
Sobre el gran acantilado, en el vértice del extenso edificio que servía de morada al
Tigre, se veía ondear la gran bandera de la piratería, pero el pueblo ya no era tan floreciente
como cuando lo habían dejado y los praos no eran tan numerosos.
Los bastiones aparecían gravemente deteriorados, se veían muchas cabañas medio
abrasadas y faltaban varios barcos.
-¡Ah! -exclamó Sandokán, oprimiéndose el pecho-. Lo que sospechaba ha sucedido: el
enemigo ha atacado mi refugio.
-Es verdad -murmuró Yáñez, con el rostro sombrío.
-Pobre amigo mío -dijo Marianna, conmovida por el dolor que se reflejaba en el rostro
de Sandokán-. Mis compatriotas se han aprovechado de tu ausencia.
-Sí -respondió el Tigre sacudiendo tristemente la cabeza-. ¡Mi isla, un día temida e
inaccesible, ha sido violada, y mi fama se ha oscurecido para siempre!
26
La reina de Mompracem
Desgraciadamente Mompracem, la isla considerada tan formidable que espantaba a los
más valientes con sólo verla, no sólo había sido violada, sino que había estado a punto de caer
en manos de los enemigos.
Los ingleses, probablemente informados de la partida de Sandokán, seguros de
encontrar una guarnición débil, se habían lanzado de improviso contra la isla, bombardeando
sus fortificaciones, echando a pique varios barcos e incendiando parte del poblado. Habían
llevado su audacia hasta el extremo de desembarcar tropas para intentar adueñarse de ella,
pero el valor de Giro-Batol y de sus cachorros había triunfado finalmente, y los enemigos se
habían visto obligados a retirarse, también porque temían verse sorprendidos por la espalda
por los praos de Sandokán, que creían no muy lejos.
Había sido una victoria, es cierto, pero la isla había estado a punto de caer en manos
de los enemigos.
Cuando Sandokán y sus hombres desembarcaron, los piratas de Mompracem,
reducidos a la mitad, se precipitaron a su encuentro con grandes vivas, pidiendo venganza
contra los invasores.
-¡Vamos a Labuán, Tigre de Malasia! -gritaban-. ¡Vamos a devolverles las balas que
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