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desmochando las extremidades de los palos, y algún otro rebotaba o se estrellaba contra las planchas metálicas. Una bala incluso atravesó el puente, de refilón, rozando el palo maestro. Si hubiera pasado a unos centímetros más a la derecha, el velero habría sido detenido en su carrera. Sandokán, a pesar de aquella peligrosa granizada, no se movía. Miraba fríamente la nave enemiga, que forzaba sus máquinas para ganar terreno, y sonreía irónicamente cada vez que una bala pasaba silbándole los oídos. Pero hubo un momento en que Yáñez lo vio levantarse de golpe e inclinarse como si fuera a lanzarse hacia el mortero; mas luego volvió a su puesto murmurando: -¡Aún no! ¡Quiero que veas a mi mujer! Durante otros diez minutos el vapor bombardeó al pequeño velero, que no hacía ninguna maniobra para hurtarse a aquella granizada de fuego; luego las detonaciones fueron espaciándose poco a poco, hasta que cesaron del todo. Mirando atentamente a la arboladura del barco enemigo, Sandokán vio ondear una gran bandera blanca. -¡Ah! -exclamó aquel hombre formidable-. ¡Me invitas a rendirme! ¡Yáñez! -¿Qué quieres, hermanito? -Iza mi bandera. -¿Estás loco? Esos bribones reemprenderán el cañoneo. Ya que han parado, déjalos tranquilos. -Quiero que el crucero sepa que quien guía este prao es el Tigre de Malasia. -Y te saludará con una granizada de granadas. -El viento comienza a hacerse más fresco, Yáñez. Dentro de diez minutos estaremos fuera del alcance de sus tiros. -Sea, pues. A una señal del pirata, ató la bandera a la driza de popa y la izó hasta la punta del palo maestro. Un golpe de viento la agitó y a la límpida luz de la luna mostró su color sanguinolento. -¡Tira ahora! ¡Tira! -gritó Sandokán, tendiendo el puño hacia el barco enemigo-. ¡Haz tronar tus cañones, arma a tus hombres, llena tus calderas de carbón, te espero! ¡Quiero enseñarte mi conquista a los relámpagos de mi artillería! Dos cañonazos fueron la respuesta. La tripulación del crucero había descubierto ya la bandera de los tigres de Mompracem y reemprendía con mayor vigor el cañoneo. El crucero precipitaba la marcha, para alcanzar el velero y, si fuera necesario, llegar al abordaje. Su chimenea humeaba como un volcán y las ruedas mordían fragorosamente las aguas. Cuando cesaban las detonaciones, se oían hasta los sordos rugidos de la máquina. Sin embargo su tripulación iba a convencerse bien pronto de que no era fácil competir con un velero preparado como prao. Al aumentar el viento, el pequeño barco, que hasta entonces no había podido alcanzar los diez nudos, adquirió una andadura más rápida. Sus inmensas velas, hinchadas como dos globos, ejercían sobre el barco una fuerza extraordinaria. Ya no corr