a mil metros disparó un cañonazo, pero éste no de pólvora, porque el proyectil pasó silbando
por encima del prao.
Sandokán no se movió, ni pestañeó siquiera. Sus hombres se colocaron en sus puestos
de combate, pero no respondieron a la amenaza.
El buque continuó avanzando, pero más lentamente, con prudencia. Aquel silencio
debía de preocuparlo, y no poco, pues bien sabía que los barcos corsarios van siempre
armados y tripulados por hombres resueltos.
A ochocientos metros lanzó un segundo proyectil, el cual, mal dirigido, rebotó en el
mar después de haber pasado rasando la coraza de popa del pequeño barco.
Una tercera bala pasaba poco después por la cubierta del prao horadando las dos velas
maestras y el trinquete mientras una cuarta se hacía añicos contra uno de los dos cañones de
popa, lanzando un fragmento hasta la amura sobre la que estaba sentado Sandokán.
Éste se irguió con un gesto soberbio y, extendiendo la mano derecha hacia el barco
enemigo, gritó con voz amenazadora:
-¡Tira, tira, nave maldita! ¡No te temo! Cuando puedas verme, te destrozaré las ruedas
y detendré tu vuelo.
Otros dos relámpagos brillaron sobre la proa del piróscafo, seguidos de dos agudas
detonaciones. Una bala fue a estrellarse contra la parte de la amura de popa a sólo dos pasos
de Sandokán, mientras la otra acertaba limpiamente a la cabeza de un hombre que estaba
atando una escota en el pequeño alcázar de proa.
Un alarido de furor se alzó entre la tripulación.
-¡Tigre de Malasia! ¡Venganza!
Sandokán se volvió hacia sus hombres, lanzando sobre ellos una mirada irritada.
-¡Silencio! -tronó-. Aquí mando yo.
-El barco no economiza sus balas, Sandokán -dijo Yáñez.
-Déjale que tire.
-¿A qué vas a esperar?
-Al alba.
-Es una locura, Sandokán. ¿Y si te da una bala?
-¡Soy invulnerable! -gritó el Tigre de Malasia-. Mira: ¡desafío el fuego de ese barco!
De un salto se lanzó sobre la amura de popa, agarrándose al asta de la bandera.
Yáñez experimentó un escalofrío de espanto.
La luna estaba alta sobre el horizonte y, desde el puente del barco enemigo, con un
buen catalejo se podía distinguir a aquel temerario, que así se exponía a los cañonazos.
-¡Baja, Sandokán! -gritó Yáñez-. Vas a conseguir que te maten.
Una sonrisa despectiva fue la respuesta de aquel hombre formidable.
-¡Piensa en Marianna! -insistió Yáñez.
-Ella sabe que no tengo miedo. Silencio. ¡A vuestros puestos!
Habría sido más fácil detener al piróscafo en su carrera que convencer a Sandokán de
que abandonase aquel puesto.
Yáñez, que conocía la tenacidad de su compañero, renunció a una segunda tentativa y
se retiró detrás de uno de los dos cañones.
El crucero, después de aquel cañoneo casi infructuoso, había suspendido el fuego. Su
capitán quería sin duda ganar más terreno para no desperdiciar inútilmente las municiones.
Durante un cuarto de hora los dos barcos continuaron su carrera; luego, a quinientos
metros, se reemprendió el cañoneo con mayor furia.
Las balas caían en gran número alrededor del pequeño velero y no siempre iban
perdidas. Algún proyectil pasaba silbando a través del velamen, cortando alguna cuerda o
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