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entre las manos y le rozó los cabellos con los labios. -Y ahora -dijo después, levantándose fieramente-, ¡a nosotros dos, maldito buque, que vienes a turbar mi felicidad!... -Protégelo, Dios mío -murmuró la jovencita, cayendo de rodillas. La tripulación del prao, despertada al grito de alarma de Yáñez y al primer cañonazo, había subido precipitadamente a cubierta, dispuesta a luchar. Al divisar el barco a tan breve distancia, los piratas se lanzaron con bravura sobre los cañones y las espingardas para responder a la provocación del crucero. Los artilleros habían encendido ya las mechas y estaban a punto de aproximarlas a las piezas, cuando apareció Sandokán. Al verlo aparecer sobre el puente, un gritó unánime se elevó entre los cachorros: -¡Viva el Tigre! -¡Fuera de aquí! -gritó Sandokán, rechazando a los artilleros-. ¡Me basto yo solo para castigar a ese insolente! ¡El maldito no irá a Labuán a contar que ha cañoneado la bandera de Mompracem! Dicho esto, fue a colocarse a popa, apoyando un pie sobre la culata de uno de los dos cañones. Aquel hombre parecía haberse convertido de nuevo en el terrible Tigre de Malasia de otros tiempos. Sus ojos brillaban como carbones encendidos y sus facciones tenían una expresión de tremenda ferocidad. Se comprendía que una rabia terrible ardía en su pecho. -Me desafías -dijo-. ¡Ven y te enseñaré a mi mujer!... Ella está bajo mi protección, defendida por mi cimitarra y mis cañones. Ven a quitármela, si eres capaz de ello. ¡Los tigres de Mompracem te esperan! Se volvió hacia Paranoa, que estaba cerca de él, sujetando la caña del timón, y le dijo: -Manda diez hombres a la bodega y que suban a cubierta el mortero que hice embarcar. Un instante después, diez piratas izaban fatigosamente sobre el puente un gran mortero, sujetándolo con algunos cabos junto al palo maestro. Un artillero lo cargó con una bomba de ocho pulgadas y de veintiún kilos de peso, que, al estallar, lanzaría sus buenos veintiocho cascotes de hierro. -Ahora esperemos al alba -dijo Sandokán-. Quiero enseñarte, barco maldito, mi bandera y mi mujer. Subió a la amura de popa y se sentó, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada fija en el crucero. -¿Pero qué intentas? -le preguntó Yáñez-. Dentro de poco el piróscafo estará a tiro y abrirá fuego contra nosotros. -Tanto peor para él. -Esperemos entonces, ya que así lo quieres. El portugués no se había equivocado. Diez minutos después, a pesar de que el prao devoraba el camino, el crucero se encontraba a sólo dos mil metros. De pronto, un relámpago brilló a proa del barco y una fuerte detonación sacudió los estratos del aire, pero no se oyó el silbido agudo de la bala. -¡Ah! -exclamó Sandokán, sonriendo burlonamente-. ¿Me invitas a detenerme y preguntas por mi bandera? Yáñez, iza el estandarte de la piratería. La luna es espléndida y con los catalejos la verán. El portugués obedeció. El piróscafo, que parecía estar sólo esperando una señal, redobló su carrera, y al llegar Página 142