sentados a proa a la sombra de las grandes velas, acariciados por la brisa nocturna.
El pirata apretaba contra su pecho a la bella fugitiva y le limpiaba las lágrimas que
brillaban en sus pestañas.
-Escucha, amor mío -decía-. No llores, yo te haré feliz, inmensamente feliz, y seré
tuyo, todo tuyo. Nos iremos lejos de estas islas, sepultaremos mi cruel pasado y no
volveremos a oír hablar de piratas, ni de mi salvaje Mompracem. Mi gloria, mi poderío, mis
sangrientas venganzas, mi temido nombre, todo lo olvidaré por ti, porque quiero convertirme
en otro hombre. Óyeme, adorada muchacha: hasta hoy fui el temido pirata de Mompracem,
hasta hoy fui asesino, fui cruel, fui feroz, fui terrible, fui Tigre... pero no volveré a serlo.
Frenaré los impulsos de mi naturaleza salvaje, sacrificaré mi poderío, abandonaré este mar
que un día estaba orgulloso de llamar mío y la terrible banda que hizo mi triste celebridad. No
llores, Marianna, el futuro que nos espera no será oscuro, sino risueño, todo felicidad. Nos
iremos lejos, tanto que no volveremos jamás a oír hablar de nuestras islas, que nos han visto
crecer, vivir, amar y sufrir; perderemos patria, amigos, parientes... pero ¿qué importa? Te daré
una nueva isla, más alegre, más risueña, donde no oiré ya el rugido de los cañones, donde no
volveré a ver las noches que me enloquecen en torno a ese cortejo de víctimas inmoladas por
mí y que siempre me gritan: ¡asesino! No, no volveré a ver nada de todo esto y podré repetirte
de la mañana a la noche esas divinas palabras que para mí lo son todo: ¡te amo y soy tu
marido! ¡OH! Repíteme también tú estas dulces palabras, que nunca oí resonar en mis oídos
durante mi borrascosa vida.
La jovencita se abandonó en los brazos del pirata, repitiendo entre sollozos:
-¡Te amo, Sandokán, te amo como jamás ninguna mujer amó sobre la tierra!
Sandokán la estrechó contra su pecho, y sus labios besaron los dorados cabellos de ella
y su nívea frente.
-Ahora que eres mía, ¡ay de quien te toque! -prosiguió el pirata-. Hoy estamos en este
mar, pero mañana estaremos seguros en mi inaccesible nido, donde nadie tendrá la osadía de
venir a atacarnos; luego, cuando haya desaparecido todo peligro, iremos donde tú quieras, mi
adorada muchacha.
-Sí -murmuró Marianna-, nos iremos lejos, tanto que no volvamos a oír hablar de
nuestras islas.
Emitió un profundo suspiro, que parecía un gemido, y se desvaneció entre los brazos
de Sandokán. Casi en el mismo instante una voz dijo:
-Hermano, ¡el enemigo nos sigue!
El pirata se volvió, estrechando a su prometida con- - tra su pecho, y se encontró frente
a Yáñez, que le señalaba un punto luminoso que corría por el mar.
-¿El enemigo? -preguntó Sandokán con las facciones alteradas.
-Acabo de ver esa luz: viene de oriente. Quizá sea
una nave que nos sigue la pista, ansiosa de reconquistar la presa que le hemos
arrebatado al lord.
-¡Pero nosotros la defenderemos, Yáñez! -exclamó Sandokán-. ¡Ay de quien intente
impedirnos el paso, ay de ellos! Ante los ojos de Marianna seré capaz de luchar contra el
mundo entero.
Miró atentamente el farol señalado y se sacó del costado la cimitarra.
Marianna volvía entonces en sí. Al ver al pirata con el arma en la mano, lanzó un
ligero grito de terror.
-¿Por qué has desenvainado el arma, Sandokán?-preguntó palideciendo.
El pirata la miró con suprema ternura y vaciló, pero luego, llevándola dulcemente a
popa, le mostró el farol.
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