Habían recorrido, en el más profundo silencio, cerca de dos kilómetros, cuando a la
derecha del sendero se oyó de improviso un ligero silbido.
Yáñez, que ya estaba esperando el ataque de un momento a otro, desenvainó el sable y
se colocó entre el lord y lady Marianna.
-¿Qué hacéis? -preguntó el lord, que se había vuelto bruscamente.
-¿No habéis oído? -preguntó Yáñez.
-¿Un silbido?
-Sí.
-¿Y qué?
-Eso quiere decir, milord, que estamos cercados por mis amigos -dijo Yáñez
fríamente.
-¡Ah, traidor! -aulló el lord, sacando su sable y lanzándose contra el portugués.
-¡Demasiado tarde, señor! -gritó éste, arrojándose delante de Marianna.
En efecto, en aquel mismo momento dos descargas mortíferas salieron de los dos lados
del sendero, arrojando a tierra a cuatro hombres y siete caballos; luego treinta hombres, treinta
cachorros de Mompracem, se precipitaron fuera del bosque, dando gritos indescriptibles y
cargando furiosamente contra el grupo. Sandokán, que los guiaba, se dirigió en medio de los
caballo; detrás de los cuales se habían reunido rápidamente lo hombres de la escolta, y abatió
de un gran cimitarras( al primer hombre que se le puso por delante.
El lord lanzó un verdadero rugido. Con una pisto la en la izquierda y el sable en la
derecha se dirigió hacia Marianna, que se había agarrado a las crines de su cabalgadura. Pero
Yáñez había saltado ya a tierra. Cogió a la joven, la levantó de la silla y, estrechándola contra
su pecho con sus robustos brazos, intentó pasar entre los soldados y los indígenas, que se
defendían con el furor que infunde la desesperación, atrincherados detrás de sus caballos.
-¡Paso! ¡Paso! -gritó, intentando dominar con su voz el estruendo de la mosquetería y
el chocar furioso de las armas.
Pero ninguno se preocupaba de él, a excepción del lord, que se preparaba para
atacarlo. Para mayor desgracia, o quizá por suerte, la joven se había desvanecido entre sus
brazos.
La depositó detrás de un caballo muerto, mientras el lord, pálido de furor, hacía fuego
contra él.
De un salto Yáñez evitó la bala, y después, esgrimiendo el sable, gritó:
-Aguarda un poco, viejo lobo de mar, que te voy a hacer probar la punta de mi acero.
-¡Te mataré, traidor! -respondió el lord.
Se lanzaron el uno contra el otro, Yáñez resuelto a sacrificarse para salvar a la joven, y
lord Guillonk decidido a todo para arrancársela al Tigre de Malasia. Mientras intercambiaban
tremendas cuchilladas con encarnizamiento sin igual, ingleses y piratas combatían con igual
furor, intentando rechazarse mutuamente.
Los primeros, reducidos a un puñado de hombres, pero fuertemente atrincherados
detrás de los caballos que habían caído, se defendían animosamente, ayudados por los
indígenas, que meneaban ciegamente las manos, confundiendo sus gritos salvajes con los
gritos tremendos de los cachorros. Daban tajos y cuchilladas, hacían voltear los fusiles
utilizándolos como mazas, retrocedían o avanzaban, pero se mantenían firmes.
Sandokán, con la cimitarra en la mano, intentaba en vano derribar aquella muralla
humana para ayudar al portugués, que se afanaba por rechazar los vertiginosos ataques del
lobo de mar. Rugía como una fiera, hendía cabezas y destrozaba pechos, se metía como un
loco entre las puntas de las bayonetas, arrastrando consigo a su terrible banda, que agitaba las
hachas ensangrentadas y los pesados sables de abordaje.
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