-¡Señor!
El portugués vio brillar una llama amenazante en los ojos de la joven, pero siguió en
silencio, aunque sentía un deseo irresistible de dar un sablazo a aquel viejo.
-¡Bah! -exclamó el lord con mayor ironía-. ¿Acaso ya no amáis a ese héroe de
cuchillo, pues consentís en venir a Victoria? ¡Recibid mis parabienes, señora!
-¡No sigáis! -exclamó la joven con un tono que hizo temblar al mismo lord.
Estuvieron algunos instantes en silencio, mirándose el uno al otro como dos fieras que
se provocan antes de destrozarse mutuamente.
-O cedes o te despedazaré -dijo el lord con voz furibunda-. Antes que te conviertas en
la mujer de ese perro que se llama Sandokán, te mataré.
-Hacedlo -dijo ella, acercándose con aire amenazador.
-¿Quieres hacerme una escena? Sería inútil. Sabes perfectamente que soy inflexible.
Vete a hacer tus preparativos para la marcha.
La joven se había detenido. Intercambió con Yáñez una rápida mirada y luego salió de
la habitación, cerrando violentamente la puerta.
-Ya la habéis visto -dijo el lord, volviéndose hacia Yáñez-. Cree poder desafiarme,
pero se equivoca. ¡Vive Dios que la despedazaré!
Yáñez, en vez de responder, se secó unas gotas de sudor frío que le perlaban la frente
y cruzó los brazos para no ceder a la tentación de echar mano al sable. Habría dado la mitad
de su sangre por deshacerse de aquel terrible viejo, al que ahora sabía capaz de todo.
El lord paseó por la habitación durante unos minutos, y después indicó a Yáñez que se
sentara a la mesa.
La cena transcurrió en silencio. El lord apenas tocó la comida; en cambio el portugués
hizo mucho honor a los diversos platos, como hombre que no sabe cuándo podrá volver a
comer.
Apenas habían terminado, cuando entró un cabo. -¿Me ha mandado llamar vuestra
excelencia? -preguntó.
-Di a los soldados que estén preparados para la marcha.
-¿A qué hora?
-Saldremos de la quinta a medianoche. -¿A caballo?
-Sí, y asegúrate de que todos cambian la carga a los fusiles.
-Su excelencia será servido.
-¿Iremos todos, milord? -preguntó Yáñez. -No dejaré aquí más que cuatro hombres. ¿Es numerosa la escolta?
-Se compondrá de doce soldados de plena confianza y de diez indígenas.
-Con tales fuerzas no tenemos nada que temer.
-Vos no conocéis a los piratas de Mompracem, joven. Sí nos encontrásemos con ellos,
no sé de quién sería la victoria.
-¿Me permitís, milord, bajar al jardín? -¿Qué vais a hacer?
-Vigilar los preparativos de los soldados.
-Andad, joven.
El portugués salió y bajó rápidamente la escalera, murmurando: «Espero llegar a
tiempo para avisar a Paranoa. Sandokán va a preparar una bonita emboscada».
Pasó delante de los soldados sin detenerse y, orientándose lo mejor que pudo, tomó
una senda que debía conducirlo a las inmediaciones del invernadero. Cinco minutos después
se encontraba en medio del bosquecillo de plátanos, allí donde había hecho prisionero al
soldado inglés.
Miró a su alrededor para asegurarse de que no había sido seguido, luego se acercó al
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