vencido a todos los pueblos vecinos, extendiendo las propias fronteras hasta el reino de Varauni y el río Koti. Aquellas hazañas fueron fatales para él. Ingleses y holandeses, celosos de
aquella nueva potencia que parecía querer subyugar a la isla entera, se aliaron con el sultán de
Borneo para aplastar al audaz guerrero. Primero el oro, y las armas más tarde, acabaron por
destrozar el nuevo reino. Unos traidores sublevaron a varios pueblos; sicarios mercenarios
asesinaron a la madre y a los hermanos de Sandokán; bandas poderosas invadieron el reino en
varios lugares, corrompiendo a los jefes, corrompiendo a las tropas, saqueando,
descuartizando y cometiendo atrocidades inauditas. En vano Sandokán luchó con el furor de
la desesperación, abatiendo a los unos y aplastando a los otros. Las traiciones llegaron a su
mismo palacio, sus familiares cayeron todos bajo el hierro de los asesinos pagados por los
blancos, y él, en una noche de fuego y de estragos, pudo a duras penas salvarse con una
pequeña cuadrilla de valientes. Anduvo errante durante varios años por las costas
septentrionales de Borneo, unas veces perseguido como una fiera feroz, otras sin víveres,
presa de miserias inenarrables, esperando reconquistar su trono perdido y vengar a su familia
asesinada, hasta que una noche, desesperado ya de todo y de todos, se embarcó en un prao,
jurando guerra atroz a toda la raza blanca y al sultán de Varauni. Desembarcó en
Mompracem, consolidó a sus hombres y se dedicó a piratear por el mar. Era fuerte, valiente,
intrépido y sediento de venganza. Devastó las costas del sultán, atacó barcos holandeses e
ingleses, no dando tregua ni cuartel. Se convirtió en el terror de los mares, se convirtió en el
terrible Tigre de Malasia. Vos ya sabéis el resto.
-¡Entonces es un vengador de su familia! -exclamó Marianna, dejando de llorar.
-Sí, milady, un vengador que llora a menudo a su madre y a sus hermanos y hermanas
caídos bajo el hierro de los asesinos; un vengador que jamás cometió acciones infames, que
respetó en todo tiempo a los débiles, que trató bien a las mujeres y a los niños, que saquea a
sus enemigos no por sed de riqueza, sino para levantar un día un ejército de valientes y
reconquistar el reino perdido.
-¡Ah, cuánto bien me han hecho estas palabras, Yáñez! -dijo la joven.
-¿Estáis decidida ahora a seguir al Tigre de Malasia?
-Sí, soy suya porque lo amo, hasta el punto de que sin él la vida sería para mí un
martirio.
-Volvamos entonces a casa, milady. Dios velará por nosotros.
Dos lágrimas descendían lentamente por las rosadas mejillas de la jovencita.
Yáñez condujo a la joven a casa y subieron al comedor. El lord ya estaba allí y se
paseaba de un lado a otro con la rigidez de un verdadero inglés nacido en las orillas del
Támesis. Estaba sombrío como antes y tenía la cabeza inclinada sobre el pecho.
Al ver a Yáñez se detuvo, diciendo:
-¿Estáis aquí? Temía que os hubiera ocurrido alguna desgracia fuera del jardín.
-He querido asegurarme con mis propios ojos de que no hay ningún peligro, milord
-respondió Yáñez tranquilamente.
-¿No habéis visto a ninguno de esos perros de Mompracem?
-Ninguno, milord; podemos ir a Victoria con toda segur