-Milord, tenéis una escolta suficiente para rechazar un ataque.
-Antes era numerosa, pero ahora no lo es. He tenido que devolver al gobernador de
Victoria muchos hombres, porque tenía urgente necesidad de ellos. Vos sabéis que la
guarnición de la isla es muy escasa.
-Eso es verdad, milord.
El viejo capitán se había puesto a pasear con cierta agitación. Parecía atormentado por
un grave pensamiento o por una profunda perplejidad.
De pronto, se acercó bruscamente a Yáñez, preguntándole:
-No os habéis encontrado con nadie al venir aquí, ¿verdad?
-Con nadie, milord.
-¿No habéis notado nada sospechoso? -No, milord.
-Entonces, ¿se podría intentar la retirada? -Yo creo que sí.
-Pues yo lo dudo.
-¿Qué dudáis, milord?
-Que todos los piratas se hayan ido.
-Milord, yo no tengo miedo de esos granujas. ¿Queréis que dé una vuelta por estos
alrededores?
-Os lo agradecería. ¿Queréis una escolta?
-No, milord. Prefiero ir yo solo. Un hombre puede pasar por medio de los bosques sin
llamar la atención de los enemigos, mientras que más hombres difícilmente podrían escapar a
la vigilancia de un centinela.
-Tenéis razón, joven. ¿Cuándo saldréis?
-Enseguida. En un par de horas se puede hacer mucho camino.
-El sol está a punto de ponerse.
-Mejor así, milord.
-¿No tenéis miedo?
-Cuando voy armado no temo a nadie.
-Buena sangre la de los Rosenthal -murmuró el lord-. Andad, joven; os espero a cenar.
-¡Ah, milord! ¡Un soldado!...
-¿No sois acaso un caballero? Y dentro de poco podemos llegar a ser parientes.
-Gracias, milord -dijo Yáñez-. Dentro de un par de horas estaré de vuelta.
Saludó militarmente, se puso el sable bajo el brazo y bajó flemáticamente la escalera,
adentrándose en el jardín.
«Vamos a buscar a Sandokán -murmuró, cuando se hubo alejado-. ¡Diantre! ¡Hay que tener
contento al lord! ¡Ya verás, amigo mío, qué exploración voy a hacer! Puedes estar seguro
desde ahora de que no voy a encontrar ni rastro de piratas. ¡Por Júpiter! ¡Qué magnífica
trampa! No creí que iba a tener tan soberbios resultados. La cosa no será tan inocente, pero
ese tunante de mi hermano se casará con la muchacha de los cabellos de oro. ¡Por Baco! ¡No
tiene ni una pizca de mal gusto el amigo! Jamás he visto una muchacha tan bonita y tan
delicada. Pero, después, ¿qué sucederá? Pobre Mompracem, te veo en peligro. En fin, no
pensemos en eso. Si todo tiene que acabar mal, iré a terminar mi vida a alguna ciudad de
Extremo Oriente, a Cantón o a Macao, y me despediré de estos lugares.»
Hablando así consigo mismo, el bravo portugués había atravesado una parte del
extenso jardín, deteniéndose delante de una de las barreras.
-Abridme, amigo -dijo Yáñez.
-¿Os marcháis, sargento?
-No, voy a explorar los alrededores.
-¿Y los piratas?
Página 131