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dame tus últimas instrucciones. -Ahí van -dijo el portugués-. Tú quédate aquí emboscado en este sendero con todos los hombres disponibles y no te muevas. Yo iré a casa del lord, le diré que habéis sido atacados y dispersados, pero que se han visto otros praos, y le aconsejaré que aproveche este buen momento para refugiarse en Victoria. -¡Magnífico! -Y cuando pasemos por aquí, atacaréis la escolta, yo tomaré a Marianna y la llevaré al prao. ¿Estamos de acuerdo? -¡Sí, ve, mi valeroso amigo! Dile a mi Marianna que la amo siempre y que tenga confianza en mí. Vete y que Dios te guarde. -Adiós, hermanito mío -respondió Yáñez, abrazándolo. Saltó con agilidad al caballo del cipayo, recogió las bridas, desenvainó el sable y partió, silbando alegremente una vieja barcarola. 23 Yáñez en la quinta La misión del portugués era sin duda una de las más arriesgadas, de las más audaces que aquel valiente hombre había afrontado en su vida, porque habría bastado una palabra, una sola sospecha para colgarlo en la picota de una antena con una buena cuerda al cuello. No obstante, el pirata se preparaba a jugar la peligrosa carta con gran valor y con mucha calma, confiando en su propia sangre fría y sobre todo en su buena estrella, que jamás hasta ahora había dejado de protegerlo. Se irguió fieramente en la silla, se rizó los bigotes para hacer mejor figura, se acomodó el cabello inclinándolo con coquetería sobre la oreja y lanzó el caballo al galope, no ahorrando espoladas ni latigazos. Tras un cuarto de hora de aquella furiosa carrera se encontró de improviso ante una verja, detrás de la cual se elevaba la hermosa quinta de lord James. -¿Quién vive? -preguntó un soldado que estaba emboscado ante la barrera, escondido detrás del tronco de un árbol. -Eh, jovencito, baja el fusil, que no soy un tigre ni una babirusa -dijo el portugués, deteniendo el caballo-. ¡Por Júpiter! ¿No ves que soy un colega tuyo, y más aún, un superior? -Excusad, pero tengo orden de no dejar pasar a nadie sin saber de parte de quién viene y qué es lo que desea. -¡Animal! Vengo aquí por orden del baronet William Rosenthal y voy a casa del lord. ¡Pasad! Abrió la barrera, llamó a algunos compañeros que paseaban por el jardín para advertirles dé lo que ocurría y se apartó a un lado. -¡Humm! -dijo el portugués, encogiéndose de hombros y lanzando el caballo hacia adelante-. Cuántas precauciones y cuánto miedo reina aquí. Se detuvo delante de la casa y saltó a tierra, entre seis soldados que lo habían rodeado con los fusiles en la mano. -¿Dónde está el lord? -preguntó. -En su gabinete -respondió el sargento que mandaba la patrulla. -Llevadme de inmediato hasta él; tengo que hablar con él enseguida. -¿Venís de Victoria? -Exactamente. Página 126