corría peligro de irse a pique, al menos por el momento, los dos barcos de presa
reemprendieron el curso hacia Labuán, la isla habitada por aquella joven de los cabellos de
oro, a la que Sandokán quería ver a toda costa.
El viento se mantenía al noroeste y era bastante fresco; el mar seguía tranquilo,
favoreciendo el curso de los dos praos, que corrían a diez u once nudos por hora.
Sandokán, después de haber mandado limpiar el puente, arreglar las jarcias cortadas
por las balas enemigas, arrojar al mar el cadáver de Araña y de otro pirata muerto de un
balazo, y cargar los fusiles y las espingardas, encendió un espléndido narguile 15, procedente
sin duda de algún bazar indio o persa, y llamó a Patán.
El malayo se apresuró a obedecer.
-Dime, malayo -dijo el Tigre, clavándole en el rostro dos ojos que infundían pavor-.
¿Sabes cómo ha muerto Araña de Mar?
-Sí -respondió Patán, estremeciéndose al ver al pirata tan ceñudo.
-Cuando yo voy al abordaje, ¿sabes cuál es tu sitio? -Detrás de vos.
-Y tú no estabas allí, y Araña ha muerto en tu lugar.
-Es verdad, capitán.
-Debería fusilarte por esta falta, pero tú eres un valiente y no me gusta sacrificar
inútilmente a los valientes. Pero, en el primer abordaje, te dejarás matar a la cabeza de mis
hombres.
-Gracias, Tigre.
-Sabau -exclamó después Sandokán.
Otro malayo, cuyo rostro estaba cruzado por una profunda herida, se acercó.
-¿Has sido tú el primero en saltar al junco detrás de mí? -le preguntó Sandokán.
-Sí, Tigre.
-Está bien. Cuando muera Patán, tú le sucederás en el mando.
Dicho esto, at