Romades.
-¡Ah! -exclamó Sandokán con ira-. ¡Hay hombres que huyen en lugar de luchar!
¡Patán, haz fuego sobre esos cobardes!
El malayo disparó a flor de agua una carga de metralla que destrozó el bote,
fulminando a todos los que iban en él.
-¡Bravo, Patán! -gritó Sandokán-. Y ahora, déjame ese barco raso como una barcaza,
pues veo aún sobre él una numerosa tripulación. ¡Después lo enviaremos a reparar a los
arsenales del rajá, si los tiene!
Los dos barcos corsarios reemprendieron la infernal música, lanzando balas, granadas
y ráfagas de metralla hacia el pobre barco, destrozando el palo del trinquete y desfondando las
amuras y los costados, reduciendo su maniobrabilidad y matando a sus marineros, que se
defendían desesperadamente a tiros de fusil.
-¡Bravos! -exclamó Sandokán, que admiraba el valor de los pocos hombres que habían
quedado en el junco-. ¡Tirad, tirad aún contra nosotros! ¡Sois dignos de combatir contra el
Tigre de Malasia!
Los dos barcos corsarios, envueltos en una nube de los siete u ocho hombres que aún
sobrevivían, viendo a los otros piratas invadir la cubierta, tiraron las armas. -¿Quién es el
capitán? -preguntó Sandokán. -Yo -contestó un chino, y se adelantó temblando. -Eres un
valiente y tus hombres son dignos de ti
-dijo Sandokán-. ¿Adónde vais?
-A Sarawak.
Una profunda arruga se dibujó en la amplia frente del pirata.
-¡Ah! -exclamó con voz ronca-. Vas a Sarawak. ¿Y qué hace el rajá Brooke, el
exterminador de los piratas?
-No lo sé, porque falto de Sarawak desde hace varios meses.
-No importa, pero le dirás que un día iré a echar el ancla a su bahía y que allí esperaré
sus barcos. ¡Y veremos si el exterminador de los piratas será capaz de vencer a los míos!
Después se arrancó del cuello una hilera de diamantes de trescientas o cuatrocientas
mil liras de valor y, ofreciéndosela al capitán del junco, dijo:
-Tómalos, valiente. Siento haberte destrozado el junco, pero con estos diamantes
podrás comprarte otros diez.
-Pero ¿quién sois vos? -preguntó el capitán, estupefacto.
Sandokán se le acercó y, poniéndole las manos en los hombros, le dijo:
-Mírame bien: yo soy el Tigre de Malasia.
Y luego, antes de que el capitán y sus marineros pudieran reponerse de su asombro y
terror, Sandokán y sus piratas ya habían vuelto a sus barcos.
-¿Ruta? -preguntó Patán.
El Tigre levantó el brazo indicando hacia el este; luego, con voz metálica, en la que se
notaba una gran vibración, gritó:
-¡Cachorros, a Labuán! ¡A Labuán!
3
El crucero
Después de haber abandonado el desarbolado y hendido junco, que sin embargo no
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