-¡Eh! ¡Alerta a sotavento!
Sandokán interrumpió su paseo. Lanzó una rápida mirada sobre el puente de su propio
barco, otra sobre el mandado por Giro-Batol; y luego ordenó:
-¡Cachorros! ¡A vuestros puestos de combate!
En menos tiempo de lo que se tarda en decirlo, los piratas que habían subido a los
palos bajaron a cubierta, ocupando sus puestos asignados.
-Araña de Mar-dijo Sandokán, volviéndose hacia el hombre que había quedado de
vigía en el mástil-. ¿Qué ves?
-Una vela, Tigre.
-¿Es un junco?
-Es la vela de un junco, sin lugar a dudas. -Hubiera preferido un barco europeo –
murmuró Sandokán, frunciendo el ceño-. Ningún odio me empuja contra los hombres del
Celeste Imperio. Pero quién sabe...
Reemprendió el paseo y no volvió a hablar.
Pasó una media hora, durante la cual los dos praos ganaron cinco nudos. Luego, volvió
a oírse la voz de Araña de Mar.
-¡Capitán, es un junco! -gritó-. Tened cuidado, porque nos ha divisado y está
cambiando de rumbo.
-¡.Ah! -exclamó Sandokán-. ¡Eh, Giro-Batol! Maniobra de forma que le impidas la
huida.
Los dos barcos se separaron y, describiendo un amplio semicírculo, se dirigieron con
todas las velas desplegadas al encuentro del barco mercante.
Era ésta una de esas pesadas embarcaciones llamadas juncos, de forma burda y de
dudosa solidez, utilizadas en los mares de China.
En cuanto se percató de la maniobra de los dos barcos sospechosos, contra los cuales
no podía competir en velocidad, el junco se paró enarbolando un ܘ[