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-Sí, Yáñez. Temo una desventura y acaso no me equivoque. -¿Temes que se hayan perdido los dos praos? -Desgraciadamente, Yáñez. Si no los encontramos en la bahía, no los volveremos a ver. -¡Por Júpiter! ¡Qué desastre para nosotros! -Una verdadera ruina, Yáñez -dijo Sandokán con un suspiro-. No sé, pero se diría que la fatalidad comienza a pesar sobre nosotros, como si estuviera ansiosa de dar un golpe mortal a los cachorros de Mompracem. -¿Y si hubiera ocurrido esa desgracia? ¿Qué haremos nosotros, Sandokán? -¿Qué haremos? ¿Y tú me lo preguntas, Yáñez? ¿Acaso es el Tigre de Malasia hombre para espantarse o doblegarse ante el destino? Continuaremos la lucha, y opondremos hierro al hierro del enemigo, y fuego al fuego. -Piensa que a bordo de nuestro prao no hay más que cuarenta hombres. -Son cuarenta tigres, Yáñez. Guiados por nosotros, harán milagros y nadie podrá detenerlos. -¿Quieres lanzarlos contra la quinta? -Ya se verá. Pero te juro que no abandonaré esta isla sin llevarme conmigo a Marianna Guillonk, aunque estuviera seguro de tener que luchar contra toda la guarnición de Victoria. Quién sabe, quizá de la muchacha depende la salvación o la caída de Mompracem. Nuestra estrella está a punto de apagarse, porque la veo palidecer cada vez más, pero no desespero todavía y quizá volveré a verla resplandecer más viva que nunca. ¡Ah!... ¡Si la muchacha lo quisiera!... El destino de Mompracem está en sus manos, Yáñez. -Y en las tuyas -respondió el portugués con un suspiro-. Vamos, es inútil hablar de ello por ahora. Intentemos llegar al río para cerciorarnos de si han vuelto los otros dos praos. Sí, vamos -dijo Sandokán-. Con un refuerzo semejante me sentiría capaz de intentar incluso la conquista de toda Labuán. Guiados por Paranoa, volvieron a remontar la orilla del riachuelo y se metieron por un viejo sendero que el malayo había descubierto unas horas antes. Las plantas, y especialmente las raíces, lo habían invadido, pero quedaba todavía un espacio suficiente para permitir a los piratas adentrarse sin demasiado esfuerzo. Durante cinco horas seguidas avanzaron a través de la gran selva, haciendo de vez en cuando un breve alto para descansar, y a la caída del sol llegaron junto a las riberas del riachuelo que desembocaba en la bahía. No viendo a ningún enemigo, descendieron hacia el oeste, atravesando una pequeña ciénaga que terminaba hacia el mar. Cuando llegaron a las riberas de la pequeña bahía, las tinieblas habían caído ya hacía algunas horas. Paranoa y Sandokán se lanzaron hacia los últimos arrecifes y escudriñaron atentamente el oscuro horizonte. -Mirad, capitán -dijo Paranoa, indicando al Tigre un punto luminoso, que apenas se distinguía, y que incluso podía confundirse con una estrella. -¿Es el farol de nuestro Arao? -preguntó Sandokán. -Sí, capitán. ¿No lo veis deslizarse hacia el sur? -¿Qué señal tienes que hacer para que el barco se aproxime? -Encender dos fuegos en la playa -respondió Paranoa. -Vamos hasta la punta extrema de esta pequeña península -dijo Yáñez-. Señalaremos al prao la ruta exacta. Se metieron por medio de un verdadero caos de escollos salpicados de conchas de caracol, restos de crustáceos y montones de algas, y llegaron hasta la punta extrema de un Página 117