Sandokán se irguió silenciosamente sobre la rama y, escondiéndose detrás de una
fronda de rotang que caía de lo alto, miró hacia la ribera opuesta, allí donde se encontraba el
orangutang.
Alguien se aproximaba, moviendo con precaución las hojas. Quizá ignorante del grave
peligro que le esperaba, parecía dirigirse precisamente allí donde se encontraba el colosal
durion.
El gigantesco cuadrumano lo había oído ya y se había colocado detrás del tronco del
árbol, dispuesto a caer sobre el nuevo adversario y hacerlo pedazos. Ya no gemía ni aullaba:
sólo su ronca respiración podía traicionar todavía su presencia.
-Entonces, ¿qué sucede? -preguntó a Sandokán.
-Alguien se acerca incautamente al maias.
-¿Un hombre o un animal?
-Todavía no alcanzo a divisar al imprudente.
-¿Y si fuera algún pobre indígena?
-Estamos aquí nosotros y no daríamos tiempo al cuadrumano para que lo destrozara.
¡Eh!... Me lo imaginaba. Acabo de descubrir una mano.
-¿Blanca o negra?
-Negra, Yáñez. Apunta al orangutang.
-Estoy a punto.
En aquel instante se vio al gigantesco simio precipitarse en medio de la espesa
vegetación, dando un aullido espantoso.
Las ramas y las hojas, arrancadas de golpe por las poderosas manos de la enorme
bestia, cayeron dejando ver a un hombre.
Se oyó un grito de espanto, seguido rápidamente de dos tiros de fusil. Sandokán y
Yáñez habían hecho fuego.
El cuadrumano, acertado en plena espalda, se volvió aullando y, al ver a los dos
piratas, sin preocuparse más del incauto que se había aproximado, de un gran salto se
abalanzó al río.
Sandokán abandonó el fusil y empuñó el kriss, resuelto a enzarzarse en una lucha
cuerpo a cuerpo. Yáñez, a su vez, encaramándose en la rama, intentaba volver a cargar
precipitadamente el arma.
El orangutang, a pesar de haber sido herido nuevamente, se lanzó sobre Sandokán. Iba
ya a alargar sus velludas zarpas, cuando se oyó un grito en la ribera opuesta.
-¡El capitán!
Después tronó un disparo.
El orangutang se detuvo, llevándose las manos a la cabeza. Permaneció un instante
erguido, asaeteó a Sandokán con una última mirada llena de rabia feroz, y luego cayó al agua,
levantando una gigantesca salpicadura.
En ese mismo instante el hombre que por poco no había caído en las manos del simio
se lanzaba al río, gritando:
-¡El capitán!... ¡El señor Yáñez!... Estoy contento de haber metido una bala en el
cráneo de ese maias. Yáñez y Sandokán habían saltado rápidamente desde la rama.
-¡Paranoa! -exclamaron alegremente.
-En persona, capitán -respondió el malayo.
-¿Qué haces en esta selva?
-Os buscaba, capitán.
-¿Y cómo sabías tú que nos encontrábamos aquí? -Dando vueltas por las orillas de esta
selva, he descubierto a los ingleses acompañados de varios perros, y he imaginado que
Página 115