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El portugués, a pesar de que temía una sorpresa por parte de los ingleses, que podían haber avanzado por el bosque arrastrándose como serpientes, estaba al mismo tiempo impaciente por saber si los praos habían escapado a la tremenda borrasca que había batido las costas de la isla. Apagaron la sed con el jugo de algunos buá mamplam, se agarraron a los rotang y a los calamus que aprisionaban el árbol y se dejaron caer al suelo. Sin embargo no era fácil salir de la selva. Al otro lado de un pequeño espacio poco cubierto, los árboles volvían a ser más frondosos que antes. Incluso Sandokán se encontraba un poco desorientado y no sabía qué dirección tomar para llegar, aproximadamente, a las cercanías del río. -Estamos en un bonito enredo, Sandokán -dijo Yáñez, que no conseguía ni siquiera ver el sol para orientarse-. ¿Hacia qué dirección tiramos? -Te confieso que no sé si torcer a derecha o izquierda -respondió Sandokán-. De todos modos, me parece ver allí un pequeño sendero. Las hierbas han vuelto a cubrirlo otra vez, pero espero que nos conduzca fuera de este laberinto y... -Un ladrido, ¿verdad? -Sí -respondió el pirata, cuya frente se había oscurecido. -Los perros han descubierto nuestras huellas. -Están buscando al azar. Escucha. En la lejanía, en medio de la espesa selva, se oyó un segundo ladrido. Algún perro había entrado en la inmensa selva virgen e intentaba alcanzar a los fugitivos. -¿Vendrá solo o seguido de hombres? -se preguntó Yáñez. -Quizá de algún negro. Un soldado no habría podido arriesgarse en este inmenso caos de vegetación. -¿Qué vas a hacer? -Esperar a pie firme al animal y matarlo. -¿De un tiro? -El disparo nos traicionaría, Yáñez. Empuña tu kriss y esperemos. En caso de peligro, treparemos a este pombo. Se escondieron los dos detrás del grueso tronco del árbol, que estaba rodeado de raíces y de rotang formando una verdadera red, y esperaron la aparición del adversario de cuatro patas. El animal ganaba terreno rápidamente. Se oían a no mucha distancia el crujido de las ramas y de las hojas y el resonar de sordos ladridos. Debía de haber descubierto las huellas de los dos piratas y se apresuraba para impedirles que se alejaran. Quizá detrás de él, a distancia, había algunos indígenas. -Ahí está -dijo de pronto Yáñez. Un perrazo negro, de pelo hirsuto, las mandíbulas poderosamente armadas de agudos dientes, apareció en medio de unos arbustos. Debía de pertenecer a esa raza feroz utilizada por los plantadores de las Antillas y de América meridional para cazar a los e sclavos. Al ver a los dos piratas se detuvo un momento y los miro con ojos ardientes; luego, abalanzándose por encima de las raíces con un salto de leopardo, se arrojó con ferocidad sobre ellos, lanzando un gruñido pavoroso. Sandokán se había arrodillado rápidamente, manteniendo el kriss horizontal, mientras Yáñez aferraba la carabina por el cañón, queriendo utilizarla como una maza. El perrazo, de un último salto, cayó encima de Sandokán, que era el más cercano, intentando clavarle los colmillos en la garganta. Pero, si aquella bestia era feroz, no lo era menos el Tigre de Malasia. Su derecha, rápida como el relámpago, se interpuso y la hoja desapareció casi entera Página 110