pusieron a escalar la muralla de plantas con una agilidad que hubiera dado envidia a los
mismos monos.
Subían, bajaban y después tornaban a subir pasando entre las mallas de aquella
inmensa red vegetal y deslizándose entre las gigantescas hojas de los espesísimos plátanos o a
lo largo de los colosales troncos de los árboles.
Ante su inesperada aparición, huían alborotadamente las espléndidas palomas
coronadas o aquellas otras llamadas morobo; los tucanes, de enorme pico y de cuerpo
centelleante con sus plumas rojas y azules; escapaban emitiendo notas estridentes, semejantes
al chirriar de un carro mal engrasado; se levantaban, como relámpagos, los argos' de largas
colas manchadas, y desaparecían las bellas alude de plumas color turquesa, dejando oír sus
prolongados silbidos. También los monos de larga nariz, sorprendidos por aquella aparición,
se lanzaban precipitadamente hacia los árboles cercanos, dando gritos de espanto, y corrían a
esconderse en los huecos de los troncos.
Yáñez y Sandokán, sin inquietarse por nada, proseguían sus intrépidas maniobras,
pasando de planta en planta sin poner jamás el pie en falso. Se lanzaban entre los calamus con
seguridad extraordinaria, quedando suspendidos, y luego de un nuevo salto pasaban a los
rotang, para volver después a agarrarse a las ramas de este o aquel árbol.
Recorrieron quinientos o seiscientos metros, no sin haber estado varias veces en
peligro de caer de cabeza desde una altura que daba vértigo, y se detuvieron entre las ramas
de un buá mamplam, planta que produce unas frutas bastante desagradables para los paladares
europeos, pues están impregnadas de un fuerte olor a resina, pero que son muy nutritivas e
incluso muy apreciadas por los indígenas.
-Podemos descansar unas horas –dijo Sandokán-. Es seguro que nadie vendrá a
molestarnos en medio de esta selva. Es como si nos encontrásemos en una ciudadela bien
fortificada.
-¿Sabes, hermanito mío, que hemos tenido mucha suerte de poder huir de esos
bribones? Encontrarse en una estufa con ocho o diez soldados alrededor y salvar aún la piel,
es una cosa verdaderamente milagrosa. Deben de tener un gran miedo de ti.
-Parece que así es -repuso Sandokán, sonriendo.
-¿Habrá sabido tu muchacha que has conseguido escapar?
-Supongo que sí -respondió Sandokán con un suspiro.
-De todos modos, me temo que esta empresa nuestra decidirá al lord a buscar un asilo
seguro en Victoria.
-¿Tú crees? -preguntó Sandokán, ensombreciéndosele el semblante.
-Ya no se encontrará seguro, ahora que sabe que nosotros estamos tan cerca de la
quinta.
-Es verdad, Yáñez. Tenemos que ponernos a buscar a nuestros hombres.
-¿Habrán desembarcado?
-Los encontraremos en la desembocadura del río.
-Si no les ha ocurrido alguna desgracia.
-No me metas el miedo en el cue rpo; además, pronto lo sabremos.
-¿Y caeremos enseguida sobre la quinta? -Veremos lo que nos conviene hacer. ¿Quieres un consejo, Sandokán? -Habla, Yáñez.
-En vez de intentar expugnar la quinta, esperemos que salga el lord. Ya verás cómo no
se queda mucho tiempo en estos lugares.
-¿Y quieres atacar al grupo en el camino?
-En medio de los bosques. Un asalto a la quinta puede ir para largo y costar enormes
Página 108