-¿Y me voy a quedar yo aquí sin hacer nada? -Si me hace falta ayuda, te llamaré. -¿Ya
no oyes nada?
-No.
-De todos modos, ve, Yáñez. Yo estaré preparado para lanzarme fuera.
Yáñez se quedó escuchando primero unos instantes, luego atravesó el invernadero y
salió fuera, mirando atentamente bajo los plátanos.
Se escondió en medio de un arbusto y vio algunos soldados que todavía estaban
batiendo, aunque a disgusto, los parterres del jardín.
Los otros debían de haberse adelantado fuera de la cerca, habiendo perdido la
esperanza de encontrar a los dos piratas en los alrededores de la casa.
-Esperemos -dijo Yáñez-. Si no nos encuentran en todo el día se persuadirán quizá de
que hemos conseguido largarnos a pesar de su vigilancia. Si todo va bien, esta noche
podremos abandonar nuestro escondite y lanzarnos a la selva.
Iba a volver, cuando al girar su mirada hacia la casa vio un soldado que avanzaba por
el sendero que conducía al invernadero.
-¿Me habrá descubierto? -se preguntó ansiosamente.
Se lanzó en medio de los plátanos y, manteniéndose escondido detrás de aquellas
gigantescas hojas, se reunió rápidamente con Sandokán. Éste, al verlo con el rostro alterado,
comprendió enseguida que algo grave debía de haberle sucedido.
-¿Te han seguido acaso? -le preguntó.
-Temo que me hayan visto -respondió Yáñez-.
Un soldado se dirige hacia nuestro refugio. -¿Uno solo?
-Pues claro.
-Ése es el hombre que me hace falta. -¿Qué quieres decir?
-¿Están lejos los otros?
-Están cerca de la empalizada.
-Entonces lo prenderemos.
-¿A quién? -preguntó Yáñez con espanto.
-Al soldado que se dirige hacia aquí.
-Pero tú quieres que nos perdamos, Sandokán. -Ese hombre me es necesario. Vamos,
sígueme. Yáñez quería protestar, pero Sandokán ya se hallaba fuera del invernadero. Así que
de buena o mala ganase vio obligado a seguirlo, para impedirle al menos cometer alguna gran
imprudencia.
El soldado que Yáñez había descubierto no se encontraba a más de doscientos pasos.
Era un jovencito delgado, pálido, con los cabellos rojos e imberbe todavía, probablemente un
soldado novato. Avanzaba descuidadamente, silbando entre dientes y llevando el fusil en
bandolera. Desde luego ni siquiera se había percatado de la presencia de Yáñez, porque en
caso contrario habría empuñado el arma y no avanzaría sin tomar alguna precaución o llamar
en su ayuda a algún camarada.
-Será fácil capturarlo -dijo Sandokán, inclinándose hacia Yáñez, que se había reunido
con él-. Mantengámonos escondidos en medio de estos plátanos y apenas haya pasado ese
jovencito caeremos sobre él por la espalda. Prepara un pañuelo para amordazarlo.
-Estoy preparado -respondió Yáñez-, pero te digo que vas a cometer una imprudencia.
-Ese hombre no podrá oponer mucha resistencia.
-¿Y si grita?
-No le dará tiempo. ¡Ahí está!
El soldado había sobrepasado ya el matorral sin haberse dado cuenta de nada. Yáñez y
Sandokán, de común acuerdo, cayeron sobre él por la espalda. Mientras el Tigre lo aferraba
Página 104