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Ahogó un suspiro y se dirigió hacia el sendero, procurando mantenerse al abrigo de los troncos de los árboles y de los arbustos. Cuando llegó al alcance de la casa, se detuvo bajo unos mangos y miró. Su corazón se sobresaltó al ver la ventana de Marianna iluminada. -¡Ah! ¡Si pudiese raptarla! -murmuró, mirando la luz que brillaba a través de las rejas. Dio aún tres o cuatro pasos, manteniéndose inclinado hacia el suelo para que no lo descubriera ningún soldado que pudiera hallarse emboscado por aquellos alrededores, y después se detuvo nuevamente. Había descubierto una sombra que pasaba delante de la luz y le pareció que era la de la mujer amada. Estaba a punto de lanzarse hacia adelante, cuando al bajar los ojos vio una forma humana quieta delante de la puerta de la casa. Era un centinela, que estaba apoyado en su carabina. «¿Me habrá descubierto?», se preguntó. Su vacilación duró un solo instante. Había vuelto a ver la sombra de la muchacha, que pasaba de nuevo por detrás de las rejas. Sin cuidarse del peligro se lanzó hacia adelante. Apenas había dado diez pasos, cuando vio que el centinela empuñaba rápidamente la carabina. -¿Quién vive? -gritó. Sandokán se detuvo. 19 El fantasma de los casacas rojas Ahora la partida estaba perdida y amenazaba con volverse seriamente peligrosa para el pirata y para su compañero. No era de suponer que el centinela, dada la oscuridad y la distancia, hubiera podido descubrir con claridad al pirata, que se había escondido rápidamente detrás de un arbusto; pero podía abandonar su puesto e ir a buscarlo o llamar a otros compañeros. Sandokán comprendió enseguida que iba a exponerse a un gran peligro, y así, en vez de avanzar, permaneció inmóvil detrás de aquel abrigo. El centinela repitió la intimación; al no recibir respuesta alguna, dio unos pasos adelante, doblando a derecha e izquierda para intentar descubrir lo que se escondía detrás del arbusto; luego, pensando quizá que se había equivocado, regresó hacia la casa, y volvió a su puesto de centinela en la entrada. Sandokán, a pesar de que sentía sobre sí el fortísimo deseo de realizar su temeraria empresa, comenzó a retroceder lentamente con mil precauciones, pasando de un tronco a otro y arrastrándose detrás de los arbustos, sin apartar los ojos del soldado, el cual tenía siempre el fusil en la mano, dispuesto a disparar. Cuando llegó en medio de los parterres, apretó el paso y corriendo llegó al invernadero, donde lo esperaba el portugués, presa de mil ansiedades. -¿Qué has visto? -le preguntó Yáñez-. Ya estaba temiendo por ti. -Nada bueno para nosotros -respondió Sandokán con sorda cólera-. La casa está custodiada por centinelas y numerosos soldados recorren el jardín en todas las direcciones. Esta noche no podremos intentar absolutamente nada. -Aprovecharemos para descabezar un sueñecillo. Seguramente aquí ya no volverán a molestarnos. Página 102