tostado por el sol hasta adquirir un matiz amarillento y marcado por todas las malas
pasiones, se volvía alternativamente de uno a otro de nosotros, mientras sus ojos,
hundidos y biliosos, y su nariz alta y huesuda, le daban cierto parecido grotesco con un
ave de presa, vieja y feroz.
––¿Quién de ustedes es Holmes? ––preguntó la aparición. ––Ése es mi nombre, señor,
pero me lleva usted ventaja ––respondió mi compañero muy tranquilo.
––Soy el doctor Grimesby Roylott, de Stoke Moran.
––Ah, ya ––dijo Holmes suavemente––. Por favor, tome asiento, doctor.
––No me da la gana. Mi hijastra ha estado aquí. La he seguido. ¿Qué le ha estado
contando?
––Hace algo de frío para esta época del año ––dijo Holmes.
––¿Qué le ha contado? ––gritó el viejo, enfurecido.
––Sin embargo, he oído que la cosecha de azafrán se presenta muy prometedora ––
continuó mi compañero, imperturbable.
––¡Ja! Conque se desentiende de mí, ¿eh? ––dijo nuestra nueva visita, dando un paso
adelante y esgrimiendo su látigo de caza––. Ya le conozco, granuja. He oído hablar de
usted. Usted es Holmes, el entrometido.
Mi amigo sonrió.
––¡Holmes el metomentodo!
La sonrisa se ensanchó.
––¡Holmes, el correveidile de Scofand Yard! Holmes soltó una risita cordial.
––Su conversación es de lo más amena ––dijo––. Cuando se vaya, cierre la puerta,
porque hay una cierta corriente. ––Me iré cuando haya dicho lo que tengo que decir. No
se atreva a meterse en mis asuntos. Me consta que la señorita Stoner ha estado aquí. La
he seguido. Soy un hombre peligroso para quien me fastidia. ¡Fíjese!
Dio un rápido paso adelante, cogió el atizafuego y lo curvó con sus en ormes manazas
morenas.
––¡Procure mantenerse fuera de mi alcance! ––rugió. Y arrojando el hierro doblado a la
chimenea, salió de la habitación a grandes zancadas.
––Parece una persona muy simpática ––dijo Holmes, echándose a reír––. Yo no tengo
su corpulencia, pero si se hubiera quedado le habría podido demostrar que mis manos no
son mucho más débiles que las suyas ––y diciendo esto, recogió el atizador de hierro y
con un súbito esfuerzo volvió a enderezarlo––. ¡Pensar que ha tenido la insolencia de
confundirme con el cuerpo oficial de policía! No obstante, este incidente añade interés
personal a la investigación, y sólo espero que nuestra amiga no sufra las consecuencias de
su imprudencia al dejar que esa bestia le siguiera los pasos. Y ahora, Watson, pediremos
el desayuno y después daré un paseo hasta Doctors' Commons, donde espero obtener
algunos datos que nos ayuden en nuestra tarea.
Era casi la una cuando Sherlock Holmes regresó de su excursión. Traía en la mano una
hoja de papel azul, repleta de cifras y anotaciones.
––He visto el testamento de la esposa fallecida ––dijo––. Para determinar el valor
exacto, me he visto obligado a averiguar los precios actuales de las inversiones que en él
figuran. La renta total, que en la época en que murió la esposa era casi de 1.100 libras, en
la actualidad, debido al descenso de los precios agrícolas, no pasa de las 750. En caso de
contraer matrimonio, cada hija puede reclamar una renta de 250. Es evidente, por lo
tanto, que si las dos chicas se hubieran casado, este payaso se quedaría a dos velas; y con
que sólo se casara una, ya notaría un bajón importante. El trabajo de esta mañana no ha
sido en vano, ya que ha quedado demostrado que el tipo tiene motivos de los más fuertes
para tratar de impedir que tal cosa ocurra. Y ahora, Watson, la cosa es demasiado grave
como para andar perdiendo el tiempo, especialmente si tenemos en cuenta que el viejo ya
sabe que nos interesamos por sus asuntos, así que, si está usted dispuesto, llamaremos a
un coche para que nos lleve a Waterloo. Le agradecería mucho que se metiera el revólver
en el bolsillo. Un Eley n.° 2 es un excelente argumento para tratar con caballeros que
pueden hacer nudos con un atizador de hierro. Eso y un cepillo de dientes, creo yo, es