todo lo que necesitamos.
En Waterloo tuvimos la suerte de coger un tren a Leatherhead, y una vez allí
alquilamos un coche en la posada de la estación y recorrimos cuatro o cinco millas por
los encantadores caminos de Surrey. Era un día verdaderamente espléndido, con un sol
resplandeciente y unas cuantas nubes algodonosas en el cielo. Los árboles y los setos de
los lados empezaban a echar los primeros brotes, y el aire olía agradablemente a tierra
mojada. Para mí, al menos, existía un extraño contraste entre la dulce promesa de la
primavera y la siniestra intriga en la que nos habíamos implicado. Mi compañero iba
sentado en la parte delantera, con los brazos cruzados, el sombrero caído sobre los ojos y
la barbilla hundida en el pecho, sumido aparentemente en los más profundos
pensamientos. Pero de pronto se incorporó, me dio un golpecito en el hombro y señaló
hacia los prados.
––¡Mire allá! ––dijo.
Un parque con abundantes árboles se extendía en suave pendiente, hasta convertirse en
bosque cerrado en su punto más alto. Entre las ramas sobresalían los frontones grises y el
alto tejado de una mansión muy antigua.
––¿Stoke Moran? ––preguntó.
––Sí, señor; ésa es la casa del doctor Grimesby Roylott ––confirmó el cochero.
––Veo que están haciendo obras ––dijo Holmes––. Es allí donde vamos.
––El pueblo está allí ––dijo el cochero, señalando un grupo de tejados que se veía a
cierta distancia a la izquierda––. Pero si quieren ustedes ir a la casa, les resultará más
corto por esa escalerilla de la cerca y luego por el sendero que atraviesa el campo. Allí,
por donde está paseando la señora.
––Y me imagino que dicha señora es la señorita Stoner ––comentó Holmes, haciendo
visera con la mano sobre los ojos––. Sí, creo que lo mejor es que hagamos lo que usted
dice.
Nos apeamos, pagamos el trayecto y el coche regresó traqueteando a Leatherhead.
––Me pareció conveniente ––dijo Holmes mientras subíamos la escalerilla–– que el
cochero creyera que venimos aquí como arquitectos, o para algún otro asunto concreto.
Puede que eso evite chismorreos. Buenas tardes, señorita Stoner. Ya ve que hemos
cumplido nuestra palabra.
Nuestra cliente de por la mañana había corrido a nuestro encuentro con la alegría
pintada en el rostro.
––Les he estado esperando ansiosamente ––exclamó, estrechándonos afectuosamente
las manos––. Todo ha salido de maravilla. El doctor Roylott se ha marchado a Londres, y
no es probable que vuelva antes del anochecer.
––Hemos tenido el placer de conocer al doctor ––dijo Holmes, y en pocas palabras le
resumió lo ocurrido. La señorita Stoner palideció hasta los labios al oírlo.
––¡Cielo santo! ––exclamó––. ¡Me ha seguido!
––Eso parece.
––Es tan astuto que nunca sé cuándo estoy a salvo de él. ¿Qué dirá cuando vuelva?
––Más vale que se cuide, porque puede encontrarse con que alguien más astuto que él
le sigue la pista. Usted tiene que protegerse encerrándose con llave esta noche. Si se pone
violento, la llevaremos a casa de su tía de Harrow. Y ahora, hay que aprovechar lo mejor
posible el tiempo, así que, por favor, llévenos cuanto antes a las habitaciones que
tenemos que examinar.
El edificio era de piedra gris manchada de liquen, con un bloque central más alto y dos
alas curvadas, como las pinzas de un cangrejo, una a cada lado. En una de dichas alas, las
ventanas estaban rotas y tapadas con tablas de madera, y parte del tejado se había
hundido, dándole un aspecto ruinoso. El bloque central estaba