Por toda respuesta, Holmes levantó el puño de encaje negro que adornaba la mano que
nuestra visitante apoyaba en la rodilla. Impresos en la blanca muñeca se veían cinco pequeños
moratones, las marcas de cuatro dedos y un pulgar. ––La han tratado con
brutalidad ––dijo Holmes.
La dama se ruborizó intensamente y se cubrió la lastimada muñeca.
––Es un hombre duro ––dijo––, y seguramente no se da cuenta de su propia fuerza.
Se produjo un largo silencio, durante el cual Holmes apoyó el mentón en las manos y
permaneció con la mirada fija en el fuego crepitante.
––Es un asunto muy complicado ––dijo por fin––. Hay mil detalles que me gustaría
conocer antes de decidir nuestro plan de acción, pero no podemos perder un solo instante.
Si nos desplazáramos hoy mismo a Stoke Moran, ¿nos sería posible ver esas habitaciones
sin que se enterase su padrastro?
––Precisamente dijo que hoy tenía que venir a Londres para algún asunto importante.
Es probable que esté ausente todo el día y que pueda usted actuar sin estorbos. Tenemos
una sirvienta, pero es vieja y estúpida, y no me será difícil quitarla de enmedio.
––Excelente. ¿Tiene algo en contra de este viaje, Watson?
––Nada en absoluto.
––Entonces, iremos los dos. Y usted, ¿qué va a hacer?
––Ya que estoy en Londres, hay un par de cosillas que me gustaría hacer. Pero pienso
volver en el tren de las doce, para estar allí cuando ustedes lleguen.
––Puede esperarnos a primera hora de la tarde. Yo también tengo un par de asuntillos
que atender. ¿No quiere quedarse a desayunar?
––No, tengo que irme. Me siento ya más aliviada desde que le he'confiado mi
problema. Espero volverle a ver esta tarde ––dejó caer el tupido velo negro sobre su
rostro y se deslizó fuera de la habitación.
––¿Qué le parece todo esto, Watson? ––preguntó Sherlock Holmes recostándose en su
butaca.
––Me parece un asunto de lo más turbio y siniestro.
––Turbio y siniestro a no poder más.
––Sin embargo, si la señorita tiene razón al afirmar que las paredes y el suelo son
sólidos, y que la puerta, ventanas y chimenea son infranqueables, no cabe duda de que la
hermana tenía que encontrarse sola cuando encontró la muerte de manera tan misteriosa.
––¿Y qué me dice entonces de los silbidos nocturnos y de las intrigantes palabras de la
mujer moribunda?
––No se me ocurre nada.
––Si combinamos los silbidos en la noche, la presencia de una banda de gitanos que
cuentan con la amistad del viejo doctor, el hecho de que tenemos razones de sobra para
creer que el doctor está muy interesado en impedir la boda de su hijastra, la alusión a una
banda por parte de la moribunda, el hecho de que la señorita Helen Stoner oyera un golpe
metálico, que pudo haber sido producido por una de esas barras de metal que cierran los
postigos al caer de nuevo en su sitio, me parece que hay una buena base para pensar que
po demos aclarar el misterio siguiendo esas líneas.
––Pero ¿qué es lo que han hecho los gitanos?
––No tengo ni idea.
––Encuentro muchas objeciones a esa teoría.
––También yo. Precisamente por esa razón vamos a ir hoy a Stoke Moran. Quiero
comprobar si las objeciones son definitivas o se les puede encontrar una explicación.
Pero... ¿qué demonio?...
Lo que había provocado semejante exclamación de mi compañero fue el hecho de que
nuestra puerta se abriera de golpe y un hombre gigantesco apareciera en el marco. Sus
ropas eran una curiosa mezcla de lo profesional y lo agrícola: llevaba un sombrero negro
de copa, una levita con faldones largos y un par de polainas altas, y hacía oscilar en la
mano un látigo de caza. Era tan alto que su sombrero rozaba el montante de la puerta, y
tan ancho que la llenaba de lado a lado. Su rostro amplio, surcado por mil arrugas,